miércoles, 31 de octubre de 2012

Los colores de Juan José Cambre



Foto: Nadina Marquisio

Juan José Cambre nació en 1948. En 1974 se recibió de arquitecto en la Universidad de Buenos Aires. Paralelamente a sus estudios de arquitectura, asistió al taller del artista Luis Felipe Noé, desde 1972 a 1974. En 1981 ganó el Premio Municipal y la Beca Premio Banco del Acuerdo, que consistió en un viaje a Nueva York, donde trabajó durante un año. En 1982 regresó a Buenos Aires. En 1993 ganó el premio Fortabat y en 2005 el premio Trabucco. Ha realizado numerosas exposiciones en galerías nacionales como la Galería Lirolay, la Galería Jacques Martínez, la Galería Adriana Rosenberg y la Galería Rubbers. También ha exhibido en instituciones como el Fondo Nacional de las Artes, la Fundación Klemm, el Centro Cultural Recoleta y el Museo Nacional de Bellas Artes y en varias galerías e instituciones del exterior. Ha trabajado también en la escenografía de numerosas obras teatrales y óperas, como “Puesta en Claro”, de Griselda Gambaro, “El Hombre de arena”, de Vivi Tellas, “Madame Butterfly” y “Molly Bloom” (actualmente en cartel en el C.C. de la Cooperación). Vasari es la galería que vende su obra. Vive y trabaja en la ciudad de Buenos Aires y en Córdoba.


Llegué a Cambre en el 2008, de manera algo lateral, a través del poeta Arturo Carrera. Lo quería conocer personalmente y por eso cuando supe que iba a estar presentando el libro de un artista en el C.C. Recoleta, me acerqué a escucharlo.  Por suerte conocer a Carrera fue también conocer la obra de Cambre.  Recuerdo mi desconcierto al entrar en la sala Cronopios -donde era la exposición-, cierto impacto al sentir que estaba frente a una manera muy particular de pintar el paisaje. Fragmentos de naturaleza, follaje y ramas en colores inhabituales, estridentes. En muchas de esas pinturas convivían los contrastes. En otras, había un juego muy sutil: ahí donde creía ver puro color, se empezaban a entrever las ramas de un árbol, las hojas, las gotas de agua. Este es el gesto que en su momento me cautivó: estar frente a una obra que pedía parar, mirar, y volver a hacerlo. Desconfiar, así, de la primera impresión. 

Foto: Nadina Marquisio

-Juanjo, me gustaría que conversemos sobre la exposición que estás preparando para Octubre en el Centro Cultural San José en Olavarría. ¿Cómo surgió la idea de esta muestra? 


-Hace cuatro años en Vasari, que es la galería que vende mi obra y que además funciona como editorial, hicieron un libro sobre mi obra. La que hizo la búsqueda de material y la edición del libro fue Lucrecia Palacios. Ella hizo ese trabajo para el libro y también para una muestra en la sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta. Allí se presentó el libro junto con la muestra. En principio es la idea de esa muestra la que marcó la de esta otra, que será en Olavarría. El Centro Cultural San José es un lugar lindísimo, con muy buenas salas. A Bejamín Aitala, un artista y hasta hace un tiempo director de este museo, se le ocurrió que podíamos hacer algo ahí. En una primera instancia con Lucrecia concebimos la idea de hacer una especie de “eco” de la muestra de Cronopios. Pero esa idea se fue transformando; hubo cambios como el de sacar la obra de los ochentas. Eso me encantó, porque si bien me gusta hablar de esa época, ya no tengo interés en hacer muestra de esa parte de mi obra.

-¿Qué se va a poder ver en esta muestra?

-La organización de esta muestra se orienta hacia lo que estoy haciendo en la actualidad. En total son cinco salas. En dos de ellas van a haber grabados. Hay toda una historia con una plancha de grabados. Inicialmente hice una instalación de una colección de cuarenta y cinco verdes en la galería Wusmann, que cerró. Esa instalación estuvo después en la muestra  de 2008 en la sala Cronopios. Con el residuo de eso, y con los diarios de una Bienal de San Pablo, juntando ambas cosas, hice esta muestra. Incluso utilicé una matriz de color que es la misma que usé para la muestra de este año en la Di Tella. La muestra en la Di Tella fue una especie de reciclaje: usé diarios de la 28ª Bienal de San Pablo, una tarjeta postal de los años setentas -que había sido un regalo de Federico Peralta Ramos- y para la impresión de colores usé las tintas que habían sobrado de los cuarenta y cinco verdes. Entonces, las dos salas principales van a tener toda la elaboración de grabados. Lo que se mantiene a lo largo de estas muestras es el elemento usado para hacer los grabados: la plancha, que es un material de alto impacto. En otra de las salas podrá verse la obra que hice con lunares, que es lo que hacía hasta antes de esta muestra, y en las otras dos todavía no sé… Es una muestra antológica que abarcará el período que va de 2000 a 2012.

-¿La idea de una muestra antológica es similar a la de una retrospectiva?

-No, no es retrospectiva. Yo hice tres muestras antológicas: una en 2003 en el subsuelo del Fondo Nacional de las Artes, la de Cronopios en 2008 y ahora ésta. A mí no me interesa la retrospectiva porque conceptualmente implicaría pensar en una obra póstuma. Por otro lado, una buena retrospectiva implica un esfuerzo, un bordado de búsqueda que a mí particularmente no me interesa. He visto retrospectivas que me gustaron, pero no encuentro que haga algo interesante con la obra, con el arte. Además mi obra de los setentas no me interesa más. Ahora se le está prestando mucha atención a los ochentas. En octubre vamos a tener una mesa redonda en Proa sobre esta época.



Foto: Nadina Marquisio

-¿Cuál es la frecuencia de tu trabajo actualmente? ¿Pintás todos los días?

-Cuando puedo sí. Cuando se acerca una muestra no tengo tiempo para pintar, porque hay muchas cosas para hacer alrededor.

-¿Una muestra como la de Olavarría con cuánto tiempo se programa?

-Se programa con un año. Esta se programó hace dos, porque el intendente puso otra muestra en lugar de ésta, que en principio iba a ser el año pasado. Él pasó por encima la decisión del Centro Cultural San José, poniendo otra muestra en la misma fecha. Entonces me preguntaron si podía correr la muestra dos meses y dije que no. Como me gustaba que fuera en octubre, preferí pedir que la pasaran para este año. Para no morirnos de calor ni de frío.

-¿Cuán importante es el espacio para el armado de una muestra? ¿Es imprescindible conocer las salas antes de exponer?

-Sí, en el caso de Olavarría es particularmente importante. Es un lugar que tiene muchas ventanas. Para las muestras suelen taparlas y parece una especie de tren fantasma. Yo voy a dejarlas destapadas. En la sala Cronopios saqué unos tabiques que habían ido poniendo. Siempre es importante estar a gusto con la sala.

-¿Qué comparten la instancia de armar una muestra y el momento en que se está pintando?

-Son cosas muy vinculadas. Mientras estoy pintando el lugar a donde se va a mostrar está latente. Prefiero que sea así en general. Pero no siempre es así; muchas veces no estoy pintando para una muestra. Como trabajo con una galería o aparecen exposiciones, suele ser así. En septiembre del año que viene hago una muestra en el museo Caraffa, en Córdoba. Y esa que se estaba armando bajo la idea de ser una muestra antológica también, va cobrando otra forma, porque estoy pensando en que sea una muestra nueva, con obra nueva… Cuando termine esto de Olavarría, hasta septiembre del año que viene voy a desarrollar la obra. No voy a hacerla para ahí exactamente, pero sin embargo ocurre esto; que efectivamente está latente el espacio, la idea que me hago de la sala.

-¿Y cómo es tu forma de trabajar?, ¿Tenés una disciplina muy pautada?

-En general no, pero cuando empiezo a trabajar sí, trabajo todo el tiempo. En los dos casos -acá y en Córdoba-, tengo la casa y el taller juntos. Así que puedo estar cocinando y viendo si se secó la pintura, abandonar la cocina y volver al taller y viceversa. Puede combinarse el trabajo de la pintura con cualquier otra actividad de las cotidianas.



Foto: Nadina Marquisio

-¿El hecho de pasar largas temporadas en Córdoba tiene que ver con una necesidad de estar más en contacto con la naturaleza?

-Es una necesidad de estar menos en Buenos Aires. No me gusta mucho Buenos Aires ya. Este taller es muy lindo, me da un poco de pena liquidarlo. Entonces alterno. Trabajo muy bien en este taller. Cuando tengo que trabajar con asistentes están muy cómodos porque hay mucho espacio. La idea de cualquier muestra la puedo “traer” al taller sin problemas, aparte de poder hacer maquetas, que también suelo hacer. No es el caso de la muestra de San José, pero en general hago maquetas de las muestras.

-Contanos alguna particularidad de esta muestra.

-El museo San José es un ex convento con una arquitectura en forma de herradura. En el jardín hay una torre de agua, que actualmente está pintada de un color habano oscuro. Yo propuse pintarla. Vamos a hacer un seminario, un trabajo de diálogo con un grupo de gente que se anote, que yo seleccione, para dar una idea de cómo pintarla. Y la municipalidad pondrá el dinero y el pintor para esto. La idea es que sea justo antes de la inauguración, así durante la muestra la torre ya puede verse transformada. Por otro lado, Rafael Cipollini va a dar charlas sobre mi obra. A él le gusta mucho hablar y es muy flexible; es ideal para presentar mi obra en un lugar en donde casi no me conocen. Le gusta mucho hacer ese trabajo de introducir, y lo hace muy bien. Yo también voy a dar una charla en algún momento. Además, como Olavarría queda cerca de Pringles, traté de que la fecha de la muestra coincidiera con la de las actividades en Estación Pringles. En octubre y noviembre se suele hacer ahí lo de las Declamadoras. 

-¿Podés contarnos qué es Estación Pringles y qué es esto de las Declamadoras?

-Es una ONG que queda en Provincia de Buenos Aires, en Pringles. Hubo un año en que funcionó como residencia para artistas. La idea es nuclear a poetas y a artistas. Se hizo un premio que se llama Indio Rico, que consistió en la publicación de un libro. Chiquita Gramajo, la mujer de Arturo Carrera, es la más activa de la ONG. Para las Declamadores la que suele trabajar con nosotros es Vivi Tellas. En la anteúltima oportunidad vino Cristina Banegas a hacer una pieza muy linda, Eva Perón en la hoguera, de Lamborghini. Este año va a venir a hacer Molly Bloom, el monólogo que está haciendo en el Centro Cultural de la Cooperación, donde hice la escenografía. Las Declamadoras es una idea de varias personas. Voy a nombrar a cuatro porque no sé quién empezó: Daniel Link, Arturo Carrera, Vivi Tellas y Edgardo Cozarinsky. La idea es recuperar la práctica de la declamación, buscando participantes en el pueblo o fuera de él. Se mandan mails, se ponen avisos en la página de Estación Pringles, y quien quiere declama. Esa es la idea: volver a la poesía verbal, declamada. Nunca se anotó mucha gente, pero los que van son muy fervorosos. Serán veinte o veinticinco que vienen. El plan de Vivi Tellas es usar el pueblo como escenario. Es un recorrido a través del pueblo hasta encontrarse en un lugar que ya estaba programado: una esquina, una florería, un banco, la entrada de una iglesia, y ahí se declama. Es una idea de tipo medieval. Se va agregando gente. La última vez terminamos en el matadero de Pringles, que es una obra notable de Salamone, una obra arquitectónica muy interesante. Ahora está abandonado como matadero, pero sigue siendo un lugar público. Cristina Banegas declamó ahí, fue algo absolutamente genial. Se prepara algo grupal, sin saber muy bien qué va a pasar y después hay destellos de los que realmente no te olvidás nunca. Por ejemplo el otro día le mandé a Arturo una foto de Alejandra Pizarnik que vi en una  muestra que se hizo en Vasari. Hubo una muestra de tres fotógrafas: de Anne Marie Heinrich, Lucrecia Platt y Cecilia Szalkowicz, tres generaciones bien diferentes. En una de las fotos de Lucrecia Platt está Alejandra Pizarnik agarrada de una barra de una calesita, como inclinándose. Yo le mandé a Arturo esa foto, porque en el segundo certamen de Declamadoras una chica inglesa que quiso hacer declamación eligió un poema de Alejandra y lo hizo justamente en una calesita abandonada, sin saber que existía esa foto. O sea que se metió en la cosa, porque para que haya hecho lo mismo… Ya había sido muy emocionante cuando lo hizo, porque ella no venía con nosotros, sino que se había quedado apartada. Todos los que estábamos en la procesión hicimos silencio y se escuchó que alguien gritaba, como a quinientos metros. Fuimos a ver y ahí estaba la calesita abandonada y ella que empezó a declamar. A eso me refiero con lo de los destellos.



Foto: Nadina Marquisio

-¿Y cómo conviven este tipo de actividades con tu trabajo? Me refiero a formar parte de esta ONG, donde tomás contacto con otros artistas, con poetas, con fotógrafos. ¿Cómo es por ejemplo tu relación con la fotografía?

-Las fotos que yo uso para mis pinturas las saco yo, pero me interesa muchísimo el trabajo de los fotógrafos. Trato de comprar fotografía, tengo una colección. El arte en general me interesa, vivo en ese medio. La música también me interesa mucho. Por ejemplo los festivales de música contemporánea de Buenos Aires. Eso es una característica de los ochentas, que es muy rescatable. Esa tensión y lanzamiento -de la represión primero, y luego de la democracia- de las expresiones simultáneas. En los pocos lugares a los que se podía ir antes de que terminara la represión, nos juntábamos gente de todas las disciplinas.

-En cambio en la actualidad parecen haberse diluido las diferencias entre distintas prácticas. Ahora se habla más de lo “interdisciplinario”. En tu caso hay diálogo entre distintas disciplinas, pero me da la impresión de que sobre todo hay una búsqueda puntual y profunda, dirigida hacia la pintura, hacia la investigación por ejemplo del color…

-Para lograr una trascendencia -no una trascendencia desde el punto de vista de la fama o del éxito, sino en el objeto realizado- es necesaria determinada concentración. Yo elegí la pintura. También soy arquitecto, y puedo sentir placer al ver una instalación. Pero yo trabajo sobre el plano. Porque de esa manera consigo lo que quiero. Algo que quiero, que no sé bien qué es, pero lo quiero. De esa manera consigo poner en marcha mi ignorancia: porque busco algo que quiero, que no sé bien qué es.

-Tu obra pasó por etapas muy diferentes, siendo al principio como suele llamarse más “expresiva” o más “gestual” y derivando hacia lo abstracto. ¿Hay una mira, un punto a donde llegar?

-No. Va apareciendo solo. Por eso hablé de lo que ignoro. Si está ese punto como cosa previa, es de forma latente, no lo conozco. Pero hay algo que está, algo que voy descubriendo a cada rato. La concentración y la elaboración de la misma técnica me permite llegar a eso más fácilmente.

-¿Cómo te das cuenta cuando una técnica se agota?

-Cuando me canso. Por ejemplo con las vasijas pasó eso. Pintar las vasijas fue algo muy productivo para mí, especialmente en cuanto a la concentración: decidir que no iba a pintar otra cosa más que vasijas, dejar eso fijo. Entonces empecé representando vasijas y terminé trabajando con el plano, con el color, con una cosa bastante parecida a lo que hago ahora, pero siempre vinculada al objeto que inicialmente había representado, quedando finalmente un rastro.

-Esta etapa de las vasijas duró casi diez años. ¿En qué momento abandonaste esa etapa? ¿Cuál es la pauta que te hace abandonar una técnica y pasar a otra?

-En ese caso cuando la vasija dejó de servirme para lo que venía haciendo. Ya me interesaba el monocromo, pero no me animaba a mostrarlo. Era una cosa preexistente, demasiado obviamente preexistente como para hacerlo, pero me gustaba mucho la tendencia a que el cuadro quedara sólo enmarcado como una proporción y un color.



Foto: Nadina Marquisio

-En una entrevista vos decís que lo interesante no es que el pintor pinte siempre de la misma manera, sino que vaya pintando de maneras diferentes el mismo cuadro, el mismo tema. Lo que me parece llamativo, es que en tu pintura hay una exploración sobre la técnica más que sobre los temas…

-Para mí los pintores más aburridos son los que se quedaron pegados con una técnica. En cambio hay otros, por ejemplo Seurat, que tiene una técnica espléndida. Desarrolla una técnica que le conviene a su pintura, pero que luego destruye en el trabajo que va desarrollando. La usa libremente, la rompe, nunca te aburre. La técnica está ahí para que te sirva. Es un punto de partida, una cosa que a mi manera de ver tiene que tener una amplitud tal que puedas irte al extremo opuesto, gracias a que partiste de ahí.

-¿Hace veinte años tenías más o menos paciencia para pintar?

-Mucho menos.

-¿Se va ganando paciencia, se va adquiriendo?

-Para eso es muy bueno el psicoanálisis y la edad… Sí, tengo más paciencia. Tanto que estoy volviendo a pintar al óleo. El óleo es una técnica con la que siempre hay que tener paciencia, por el secado. La paciencia se adquiere, la fui ganando, sí.

-¿Y qué lugar ocupa el otro durante el proceso creativo?

-Así como decíamos que está latente la presencia del lugar donde el cuadro va a estar exhibido, hay otra cosa que también está latente y que tiene que tener el menor lugar posible para poder concentrarse: la presencia del contemplador. El otro es importante pero te puede llegar a arruinar la obra muy fácilmente. Vos estás desarrollando tu obra y que aparezca el ojo del otro puede ser tremendo, como una desviación tuya, no necesariamente del otro. Como una paranoia. Que el otro diga: “¡cómo vas a hacer esto!”. Si eso entra mucho en el taller la concentración se va a cualquier lado, desaparece. Hay muchos artistas que dejan que eso suceda y se entregan a eso y siguen haciendo lo que el otro propone. Eso es una pena. En el peor momento los abandona lo social. La gente en la obra de arte no quiere ver lo que quería, lo que pensaba que iba a ver; quiere ver algo nuevo. Es muy negativa la entrada de la opinión ajena en una obra. Rafael Squirru escribe una nota sobre Miguel Ocampo en la que dice que Ocampo se va a vivir a La Cumbre y que así vuelve a sus orígenes, porque Ocampo era del campo y había vivido en esa situación durante su infancia y su juventud. Vuelve a sus orígenes, llega a sus orígenes y por lo tanto es original. Tiene que ver con la concentración, obviamente.

-¿Entonces en general no compartís el trabajo hasta que no lo considerás terminado?

-Antes me gustaba mucho mostrar lo que estaba haciendo, ahora no. Compartir el proceso; que venga alguien al taller a presenciar cada una de las etapas, es algo que antes buscaba y que de hecho solía pasar. También fue algo que dañó mucho mis relaciones. El otro viendo que agregaste dos pinceladas a lo que habías hecho el día anterior… Actualmente no me interesa compartir ese proceso.

-¿Y hay alguna opinión que busques particularmente, tal vez la de un amigo o de otro pintor?

-Sí, eso sí me gusta. Por ejemplo cuando terminé una serie de grabados en Córdoba, busqué la opinión de una amiga. Ella la vio y dio con una clave con la que no dio nadie de los que posteriormente la vieron. Dijo: “qué bueno que logres incluir el sentido del humor en la obra”. Y eso me encantó. Porque es una obra que funciona como un chiste. A pesar de tener una matemática y una mecánica, es graciosa. Y ella se dio cuenta. Y si no la hubiera visto ella no sé si yo me habría dado cuenta.

-Una vez que la obra se exhibe se genera una proliferación de notas, de crítica, de entrevistas. ¿Lo que aparece en ese momento te resulta productivo para continuar con tu trabajo?

-Es literatura. Muchas veces es interesante, muchas veces es muy creativo. Por ejemplo Fabián Lebenglik siempre dice algo creativo, interesante. Así como mencionaba antes lo de Squirru. Sin interesarme del todo su punto de vista, cada tanto dice algo interesante. Por eso digo: es literatura. La parte de la crítica que pertenece a las noticias no me interesa tanto. No tengo ninguna relación estrecha con las noticias. Las críticas las leo a veces para ver qué aparece, si hay algún destello. Fabián, por ejemplo, cuando escribe lo que quiere decir es muy genial. Decide por qué hice lo que hice. Y tal vez no tiene nada que ver, pero es tan lindo y lo dice con tanta seguridad, que funciona. La otra que escribe con mucha seguridad y gracia es Ana Martínez Quijano.

-En tu última muestra en la Universidad Di Tella, en vez de trabajar sobre lienzos utilizaste papeles de periódicos de la 28 ª Bienal de San Pablo. Esto me hizo pensar en la idea de la pintura sobre la crítica, como si te estuvieras riendo de lo que pudo ser la abundancia de notas sobre esa bienal.

-Esa muestra surgió de una manera particular. Esos periódicos me los dejó Ana Paula Cohen, la co-curadora de la Bienal, que vino a Buenos Aires y se hospedó en mi casa. Ese material era un tesoro, no se podía tirar. Sin embargo yo no lo iba a aprovechar, estaba en un punto muerto. Luis Terán  es quien se dio cuenta de que las muestras de grabados que se hacen en papel de diario siempre imprimen bien. De hecho antes, cuando había hecho los cuarenta y cinco verdes, la prueba había sido sobre papel de diario y lo hubiera dejado ahí. Pero estaba trabajando sobre un papel magnani buenísimo, que agarraba muy bien la tinta. Lorena Vázquez, que es grabadora, tenía todo ese placer de la calidad de la tinta, que no iba con el papel de diario. Después se juntaron estas cosas, cuando me dejaron estos diarios pensé en hacer grabados y así fue.

-En tu obra parece estar la pintura ante todo. Incluso cuando se puede seguir viendo por debajo letras en portugués, o el follaje de un árbol… Lo que parece imponerse siempre es el color.

-Me gusta pensar en la música como origen de las artes, como la voz, como la primera cosa que sale, magnífica, y en la pintura como eso que se imprime, como lo que tapa. 


Foto: Nadina Marquisio


Muestra en Olavarría: hasta el 25 de noviembre de 2012. Centro Cultural Municipal San José.
 Riobamba 2949. 







Quiero agradecer a Sofía Quirno Costa, de la galería Vasari,  y a Lucrecia Palacios, por su colaboración previa a la realización de la entrevista.  

jueves, 20 de septiembre de 2012

La cocina de Marcia Krygier



Foto: Nadina Marquisio

Marcia Krygier cocina desde chica. En su adolescencia tuvo un laboratorio de fotografía y un telar. Siempre fue coleccionista. Estudió y se recibió como arquitecta en la UBA. Dio clases de diseño textil y de indumentaria. Fue asistente de escenografía y vestuario en el teatro Colón. Durante un tiempo fue diseñadora de joyas. Estudió cocina profesional en Nueva York, donde al terminar hizo pasantías en distintos restaurantes hasta trabajar como chef privada para una familia en Manhattan. Al regresar a Buenos Aires empezó a hacer servicios de catering y a dar clases de cocina, actividad que sigue desarrollando en una ex carnicería que remodeló, en el barrio de Colegiales.  


¿Qué me sugieren estas entrevistas que vengo realizando? ¿Qué me dice Marcia, desde su hermosa cocina? Que si insistimos, los lugares comunes pueden derribarse. Claro que lleva tiempo, cuestionamiento, exploración. Porque si llego creyendo que cualquier cocinera se volvería loca con la idea de trabajar en restaurantes en Nueva York, entonces no: Marcia está acá para dejar entrever la infinidad de formas a través de las que se puede vivir el trabajo. Una disciplina puede organizar una forma de vida, pero no necesariamente definirla. Así, la pregunta “¿qué sos?” se volvería casi vacía por lo pretenciosa y a su vez estática. Mejor reemplazarla por el “¿qué hacés? o “¿qué es estás queriendo hacer ahora?”. Marcia parece buscar su lugar entre la cocinera clásica y la otra, la que se permite indagar otro tipo proyectos, tal vez con el miedo al paso en falso, pero con la certeza de que en esa búsqueda la experiencia cobrará algún sentido.



Foto: Nadina Marquisio   

-Marcia, tu proyecto tiene que ver con un viaje, contanos sobre eso…

-Lo del viaje surgió un poco así: Diego, mi pareja que también es arquitecto, estudió en Alemania y tuvo un compañero en Arquitectura, que se llama Fabian. Actualmente Fabian es periodista de vinos, cocinero y además está contratado por un diario de Frankfurt para hacer notas, digamos que sobre el mundo. Por ejemplo lo mandan a ver la tierra volcánica en el sur de Italia para ver el tipo de naranjas que da. Es algo medio soñado, escribe sobre todo tipo de cosas, sobre la historia de esas cosas. Por otro lado, Diego vive en City Bell y tiene una parra y frutales. Últimamente estamos cocinando ahí los fines de semana. Vamos a comprar ingredientes a la feria, sacamos cosas de los árboles, prendemos fuego… Fabian vino hace unos meses de visita y resultó una persona encantadora. Y en City Bell vivimos con él esa experiencia culinaria que consiste en compartir la preparación y recibir personas a comer. Esa es un poco la genealogía de este proyecto. Hubo una noche en la que cocinamos juntos, él nos hizo probar vinos mientras nos contaba de dónde venían, cómo se cosechaban. Fue una cosa muy intensa, muy poco snob y muy real, de disfrute de las cosas. Antes de volver a Frankfurt, nos propuso reunirnos de algún modo para seguir haciendo esto. Dijo que tal vez podía conseguir personas con ganas de participar y armar un viaje. Yo que pienso siempre que las cosas no se van hacer, entonces creí que era una idea genial, pero nada más. Pero el tiempo pasó y nos dijo que lo estaba organizando. Entonces este es el viaje: vamos Diego y yo a Frankfurt y nos juntamos con Fabian y su mujer, que es concertista de piano. La idea es hacer un par de compras ahí, juntar cosas de la cocina de él y bajar en auto hacia el sur de Francia. Nos va a mostrar un par de viñedos y lugares que quiere compartir. Al llegar vamos a una casa que era una especie de convento. Van a venir cinco comensales a pasar una semana a que les cocinemos. La idea es que vamos a cocinar durante una semana para ellos.

-¿Vos te vas a encargar de la carta y él de los vinos?

-Me parece que por suerte no va a ser tan estricto. Creo que Fabian es el encargado de la organización total y de los vinos. Pero me parece que es más una experiencia de ir ahí, haciendo las compras juntos, decidiendo el menú… Yo voy a estar más a cargo del menú seguramente. Cuando empezó el proyecto tenía una imagen mucho más rígida, como si se tratara únicamente de viajar para cocinarle a este grupo de alemanes. Y ahora me doy cuenta, por los últimos intercambios de mails, que la idea es más ir al mercado y ver. Puede pasar que vayamos los cuatro que somos el equipo, o que también se sume el resto. La localidad se llama ville Sur Auzon. Me parece que es un lugar calmo, intro, un lugar más bien para hacer caminatas y disfrutar. La casa tiene pileta y un jardín enorme. Pero no tengo muy claro cómo van a ser los comensales, si les va a tentar estar cocinando o metidos en el tema de la cocina, o si simplemente van a comer.

-¿Son personas todas relacionadas por la gastronomía, podríamos decir?

-Creo que están todos relacionados por el deseo. No sé si cocinan todos, pero sí que están muy interesados. A nivel culinario hay un recorte: voy a tener a ocho personas que alimentar durante una semana. Y hay ciertas cosas que me interesa hacer. Estoy trabajando en eso, en ver qué puedo dar en esa situación. Pero me voy dando cuenta de que lo más fuerte va a generarse ahí, al estar en el lugar y de pronto ir al mercado y ver lo que el lugar ofrece. Mi plan va a estar totalmente atravesado por eso, y me doy cuenta de que este viaje es eso. Por eso en un punto estoy algo nerviosa, porque no hay mucho que controlar. Puedo pensar un montón pero lo intenso va a ser estar ahí y ver qué pasa en esa situación, incluso con las personas.

-¿Vos en principio tenías armadas las comidas, el menú? ¿Cómo hace una cocinera que viaja desde Argentina a Francia a cocinarle a un grupo de alemanes? Tendrás que adaptarte a lo que puedas conseguir…

-Creo que para mí va a ser un gran desafío el tema de los productos, los ingredientes y por otro lado los utensillos: no tener el mismo fuego, la misma sartén. La cocina tiene un lado que es muy impredecible, que es genial. Vos podés agarrar una receta, medir con una balanza, etcétera, pero las cosas después tienen una especie de voluntad de ser que te exceden totalmente. Por ejemplo un día hice un cordero con unos kinotos que salió genial. Al día siguiente hice lo mismo pero los kinotos no eran los mismos, y fue un horror. Es la naturaleza, si bien yo nos los elegí bien, porque mientras los veía me daba cuenta pero estaba emperrada en hacer ese plato… Por eso creo que es muy interesante esto; porque requiere un nivel de adaptación de mi parte, siendo bastante rígida. Conceptualmente adoro tener que improvisar. En lo práctico me hace sufrir, me cuesta mucho. Sobre todo porque soy muy adicta a mis cosas, a la rutina y a que algo se repita. Yo sé cuándo va a tardar en calentarse si pongo esta sartén en esta hornalla… Esto va a ser difícil de saber allá.


Foto: Nadina Marquisio
-¿Es la primera vez que vas a hacer un viaje de este tipo?

-Sí.

-Pero has cocinado en otras partes del mundo, en otras cocinas…

-Eso sí, pero de otra manera. Después de hacer pasantías en restaurantes en Nueva York, que fueron trabajos como más obligados, mi trabajo más preciado fue trabajar para una familia en Manhattan. Eran bastante magnates pero a la vez de una manera austera. Eran clientes sensacionales, eran los dueños de todos los Mac Donald´s de Nueva York, pero a la vez se vestían de manera simplísima y estaban hartos de ir a comer afuera. Querían tener la experiencia de comer bien pero en su casa. Para mí fue como una beca, en el sentido de la experimentación. Era una experimentación paga con personas muy amables, fue una experiencia increíble. Pero al haber trabajado para ellos seis meses, la adaptación pudo ser larga. En este viaje, en cambio, al ser tan pocos días, no va a haber mucho tiempo para adaptarse. Me estresa pensarlo. Y a la vez me parece que también hace unos años vengo cocinando en paralelo los fines de semana, con pocos utensillos. Yo siempre defendí eso: a los trece por ejemplo, cuando nos íbamos de vacaciones con mis hermanos me encantaba hacer fideos sin tener casi nada. Con una botella estiraba los fideos, con un cuchillo los cortaba. Ajo y fideos recién hechos. Tres ingredientes, botella y cuchillo y yo les daba de comer. Y sentía que eso era, y es, el lujo máximo. Esto es cocinar: es tener harina, agua y hacer algo con eso. Por otro lado, si ves mi cocina te das cuenta de que me gustan las cosas. Las uso y las colecciono. En City Bell estoy volviendo a vivir lo de cocinar con poco o despojada de ciertas cosas como la balanza digital. Estoy cocinando basándome más, no en el ojo, sino en la experiencia de las medidas. Me gustan las dos cosas: tener mucho a disposición, pero también poderme arreglar con poco. Creo que el viaje va a ser interesante en ese sentido, en arreglarme con lo que haya ahí.

-¿La casa está en Francia equipada?

-La casa está equipada, no sé cuán equipada está pero sí. Es una casa que se alquila para este tipo de viajes.

-¿Sería lo que suele llamarse un “viaje gastronómico”?

-Es algo así. Me parece que para ellos el viaje de Alemania a Francia es corto. Es una experiencia breve. Fabian seguramente va a tener ganas de mostrarles y mostrarnos distintas cosas de la zona, como viñedos y mercados. Y también está la idea de vivir la región, quedándonos un par de días ahí. Creo que él se entusiasmó con hacer este viaje conmigo porque tengo un costado servicial, me gusta que el otro esté bien, me gusta agasajar. Ahora estoy contenta porque creo que el trabajo se alineó con cosas mías, que me resultan naturales. Para mí sería imposible este trabajo si yo no fuera así. Porque requiere que quieras mucho que el otro sea feliz. Y no es algo bueno o malo, sino que tiene que vivirse como algo natural.

-¿Cómo es tu relación con la comida? ¿Y cómo se relaciona eso con el trabajo?

Parte de que me dediqué a cocinar es que tengo una relación muy particular con la comida, que se resolvió cocinando. Después de cocinar no me da para nada ganas de comer lo que cociné. Y además hay otra cosa, que es muy difícil de explicar… me vuelve loca la mezcla de ingredientes al comer, necesito cosas muy simples: pan con queso, fideos con oliva y queso. Con los alemanes no sé cómo va a ser, porque además vamos a estar viviendo todos juntos y en general genera mucho misterio que yo no coma lo mismo. Pero bueno, como me gusta mucho hacer pan, creo que voy a estar contenta mientras haya pan. Los ingredientes en bruto me encantan.

-¿Y vas a llevar algunos de tus utensillos al viaje?

-Estamos viendo. Como voy a ir a Alemania, la idea es estoquearme con un par de cuchillos y utensillos. Además, Fabian tiene una cocina muy fornida de la que llevaremos cosas. Obviamente me encantaría ir con un baúl con los moldes, los cuchillos, las balanzas, las medidas, las especias, el mortero. Pero me parece que no es el espíritu.

-¿Tus recetas van a cambiar al no contar con todo eso, o crees que vas a poder hacer lo mismo de otra forma?

-Bueno, todo eso me da muchísimo vértigo y a la vez entusiasmo. Ir al mercado, ver y armar el menú desde ahí. Con las frutas, así como con el pescado o la carne es más obvio; ahí hay que ver qué gusto tiene, cómo es. Pero también los ingredientes más básicos son complicados: puede ser que el agua, la harina, la manteca, la leche cambien. Creo que en general hay que jugar con eso. Creo que no va a salir igual pero lo importante es que esté bueno. En parte por eso las recetas que fui adoptando, que van decantando, son recetas que tienen un grado de nobleza alto. No es que no sean sutiles, pero admiten cambios. 

-¿A ellos les vas a dar clases de cocina?

-Fabian pensó en organizar una clase, a la vuelta o a la ida. Pero la idea para esto sería sumar además a más gente.  



Foto: Nadina Marquisio

-Marcia, ¿cuándo cocinás disfrutás de esa instancia o preferís el momento en que está todo hecho? Pensemos por ejemplo en tus clases, a medida que van cocinando…

-Bueno, son momentos diferentes. Disfruto mucho el mientras. Ir haciendo las cosas y que vayan saliendo. Pero hay una cosa rara, increíble,  como si cada vez antes de empezar se renovara el misterio y la duda. Porque cuando yo encaro una clase y digo por ejemplo: “hoy vamos a hacer un sándwich con pan de pimienta, unos hongos confitados, unos ajos confitados, una carne glaseada y rúcula, y después unos membrillos especiados como postre”, en ese momento todavía no hay nada. Nada, nada. Hay que renovar los votos de fe al empezar, porque ahora no hay nada, pero dentro de dos horas van a estar comiendo un sándwich que todavía no existe. Sobre todo con los panes y las pastas es más fuerte todavía, porque de no existir la materia, de no estar, pasan a estar. Después hay fideos, o después hay pan. Hace tanto que lo hago y tantas veces, que yo sé que eso va a pasar, que dentro de dos horas van a estar comiendo. Es bastante intenso el plan porque en general son menúes ambiciosos. Pero en esa instancia, vienen los momentos uno a uno: primero hacer el pan, ponernos a confitar el ajo y los hongos, mientras el pan leva vamos glaseando la carne, después volvemos al pan, después hacemos una mezcla… Y cuando las cosas empiezan a salir es como un triunfo. Sacar un pan del horno es algo que da una alegría tremenda. Cuando todo empieza a salir es una satisfacción muy fuerte. Y cuando ya están comiendo, me relajo mucho. Ahora mejoré, pero antes, cuando servía una comida que había cocinado, no podía hacer nada pero nada más. En general mientras se come se sigue hablando de la comida, pero ya es algo distinto. Son dos momentos que están buenos y por suerte disfruto mucho del mientras. No estoy esperando el resultado constantemente.

-Marcia, algo que solemos tratar en estas entrevistas es la importancia del diálogo durante los procesos creativos. Como si toda creación para cobrar sentido necesitara de un otro. En la cocina parece ocurrir algo parecido, como si éste también fuera un espacio que requiere ser compartido, donde debe haber una comunión o algo así…

-Totalmente. Tiene que haber un otro. Para que la cocina se vuelva válida culturalmente hablando, hace falta esa relación con otro. Porque el problema de la cocina es que como está tan mezclada con la cosa doméstica o con la cuestión de la necesidad, en sentido de que en todas las casas se hacen comidas determinadas veces por día, la cocina está dada por sentada y a veces incluso muy desvalorizada. Hay mujeres que están cocinando todos los días. Me parece que se transforma en un hecho cultural cuando el otro lo está apreciando de una manera que sale de la cosa utilitaria, funcional. Yo ahora lo estoy viviendo los fines de semana, donde hago una cocina más doméstica. Es cierto que para mí no hay diferencia: si me piden fideos con manteca seguramente me los pongo a amasar… Pero en realidad siempre hay que pensar en quien lo recibe, porque por ahí el otro no quiere estar recibiendo cosas súper extra especiales. Es verdad que se llega a un punto muy alto cuando el otro está sintiendo que lo que está pasando es algo fuera de lo cotidiano, algo pensado al elegir ese plato, y el otro lo recibe con esa misma sensibilidad, sintiendo que fue algo producido para que le pase algo en la lengua, en el corazón, en el cerebro.

-En este sentido, ¿el viaje está pensando para vivir la cocina de manera intensa durante el tiempo que dure?

-Sí, justamente la idea es rehuir al aspecto utilitario de la comida, al menos durante esa semana. Creo que es algo de otro orden, que se produce cuando la persona que come se da cuenta de los efectos que probablemente buscaste.


Foto: Nadina Marquisio

-Marcia, ¿trabajaste como arquitecta también, o nunca?

-No llegué a trabajar como arquitecta. En la última parte de la carrera empecé a trabajar como asistente de escenografía y vestuario. Estuve como succionada por eso. Además me ofrecieron dar clases en Indumentaria y Diseño Textil, y fue cuando trabajé en el Colón. Mientras terminaba la carrera me vi envuelta en estas cosas que tenían lo que yo buscaba, que tiene que ver con la escala chica del hacer. Me acuerdo de ir al teatro en taxi cosiendo botones, yendo a tocar telas en tiendas. Como fui asistente de una mujer muy apasionada, era eso: ir a ver, a tocar. Entré en crisis cuando en la escalera del San Martín estábamos haciendo una obra y me vi arrastrando un fardo de pasto. Pensé: “¿por qué estoy haciendo esto?”. Yo con la cocina después lo entendí, que vale la pena hacer cosas como en la colimba. He hecho trabajos infames, sobre todo en restaurantes donde por ejemplo me tiraban cajas de langostas vivas y las tenía que matar. Me lastimaba toda, me moría de culpa. O estaba buscando hierbas en la heladera y pasaban los mozos y me encerraban ahí. Así miles de cosas. Me hacían contar ostras, a las dos o tres de la mañana me preguntaban cuántas ostras quedaban… “Ciento dos, ciento tres”. Pero yo tenía claro que quería cocinar, que era un camino. En cambio con lo de escenografía y vestuario no sentía eso, no sabía a dónde iba.

-De todas formas, lo que contás sobre los botones parece compartir con la cocina una escala del procedimiento mínimo que en la arquitectura tal vez se pierde de vista…

-Cuando era chica, nos mudamos a una casa que se había construido en 1917. Mi papá empezó un proceso de remodelación que duró doce años. O sea que viví en medio de una obra desde los tres hasta los quince años. Creo que hay algo de la transformación y del hacer con lo que vivo desde esa época. Mi papá le compró un taller a un joyero. En el altillo habían quedado cajas con cosas que el tipo había comprado, como botones de nácar, y entonces yo iba a arriba y buscaba cosas y encontraba muchísimas cosas. Creo que con respecto a la arquitectura, me sentí defraudada cuando me di cuenta de que el trabajo diario del arquitecto era dibujar y pensar bastante abstractamente, y poco de lo concreto. Yo tenía una idea de la arquitectura más simple. Mi papá se despertaba y decía “para mí acá tiene que haber una pared”. Era un poco una pesadilla, pero es así, terminaba habiendo una pared ahí. Evidentemente hay algo que vivimos con mis hermanos donde todo el tiempo se estaba haciendo. Como esta cocina, que fui reformando. Todo es lo mismo: hacés como una manera de estar en el mundo. En mi idea, yo me iba a hacer la ropa, me iba a hacer la casa, me iba a hacer todo… De hecho, sin ser del todo así, tengo una modista crónica que viene cada diez días a mi casa y yo le hago hacer todos los manteles, los delantales… Creo que la cocina entra en sintonía con esto; que es el eje, pero que no surgió aislada de estas otras vivencias. Por eso creo que las clases se están yendo a un lugar donde se vuelve difícil distinguir si se trata de la comida o de la experiencia. Me parece mucho más interesante estar envuelta en una experiencia, porque la comida no es una cosa. Y creo que por  eso me dejaron de entusiasmar los servicios, porque es mandar la comida simplemente. Tienen momentos penosos los procesos. Cuando me recibí de arquitecta fui abanderada, porque lo hice con mucha intensidad. Pero recuerdo estar llevando la bandera y sentir que no la merecía porque no sentía que fuera a trabajar como arquitecta. Me sentía como en falta. Con la cocina a veces también me pasa, que no me siento del todo cocinera de raza. Me parece que hay gente que realmente desde chiquito busca esto. No soy la cocinera pura, clásica.

-Tal vez responda a una búsqueda. Por ahí te aburriría hacer sólo cocina. O por ahí fue necesario todo lo anterior para llegar a este punto…

-Como cocinera estoy ampliando el campo de batalla…

-¿Pero qué sería ser “una cocinera de raza”?

-Lo que quiero decir es que hay personas que se crían en el ámbito del restaurante. Eso de dedicarse pura y exclusivamente a esto. En cambio ahora estoy pasando por un momento en el que estoy poco obsesiva con los temas culinarios específicos. No siento que mi crecimiento vaya a pasar por meterme cada vez más en la disciplina. Para nada. Creo que estoy yéndome hacia un lugar en el que la comida es parte de una experiencia más global, más integral. Me interesa que la cocina sea conceptual, pero no en un sentido disciplinar.


Foto: Nadina Marquisio

jueves, 19 de julio de 2012

Osvaldo Bossi y los poemas de Chicos Malos



Foto: Nadina Marquisio

Osvaldo Bossi nació en Ciudadela, provincia de Buenos Aires. Es poeta y narrador. Entre sus libros de poemas publicados se encuentran: Tres (1997), Fiel a una sombra (2001), El muchacho de los helados y otros poemas (2006), Ruego por el tornado (2006), Del Coyote al correcaminos (2007), Esto no puede seguir así (2010), Casa de viento, antología personal (2011), Ni la noche ni el frío (fines de julio de 2012) y su novela Adoro (2009). Forma parte de diversas antologías de poesía argentina y latinoamericana. Colabora como crítico en distintos medios especializados. Desde hace años coordina talleres de escritura en el Centro Cultural Ricardo Rojas y en forma particular. Su blog es www.muchachodeloshelados.blogspot.com

Conocí a Osvaldo personalmente en enero de 2011, después del impacto que generó en mí la lectura de El muchacho de los helados y otros poemas. Apenas unas líneas bastaron para sentir que estaba ante una poesía poderosa, que volvía al espacio de la infancia para seguir explorando sus temas tan preciados: el objeto amoroso, las fuentes de deseo. Creo que los poemas de Osvaldo no persiguen el intento de explicación (responder por qué deseamos lo que deseamos) sino que se pierden en la fascinación, entregados por completo al misterio que el amor, la amistad   y la solidaridad entre seres queridos producen en las voces que cuentan. 

-Osvaldo, ¿en qué estás trabajando?

-Estoy trabajando en un nuevo libro de poemas que se llama provisoriamente Chicos Malos. Me di cuenta que esa era la imagen que me ayudaba a enfocar la dirección de los textos. Ya tenía una suerte de diez poemas cuando noté que estaba metiéndome con cierta idea de lo nocturno, con la idea del mal, del mal en la juventud (el supuesto mal de la juventud, que es la necesidad de agotar el tiempo, es decir de vivir la vida de la manera más intensa posible). En cierta forma, los poemas quieren rescatar esa posibilidad. Al ponerles un título lo que hago es justamente crearles una atmósfera, que en realidad está en mí, pero la objetivo y le pongo un nombre y eso me ayuda. Ojalá quede como título. Por ahora es provisorio y me ayuda a seguir escribiéndolo; nada más. Incluso hay un poema que se llama así “Chicos malos”, y lo que trato de mostrar ahí en realidad es una pequeña contradicción, que está en todo lo que escribo, o al menos eso quisiera: que donde supuestamente está el mal, está el bien.

-¿Querés leer alguno de los poemas que va a formar parte del libro?

-Voy a leerte uno que se llama “Basta de paz, basta de amor”:

No voy al trabajo,
pierdo las horas al lado tuyo
como quien se tira en el pasto
boca arriba
a mirar las estrellas.
                        Nubes negras, pesadas
amenazan abrirse
para dejar caer masas compactas
de granizo y destrucción.
Por suerte, no encendiste la radio.
Abrís una cerveza y te quedás, desnundo
mirando por la ventana
el avance inexorable
de los acontecimientos.
Desde la cama, todo es hermoso
como en un cuadro: Muchacho en la ventana
cigarrillo en una mano, botella
de cerveza en la otra, mirando la noche.
Porque de golpe
se hizo la noche. Un rayo cruza
de lado a lado la ciudad.
La lluvia golpea la ventana
como si fuera el último día.
                                   Son piedras, digo
mientras me acerco a mirar yo también
un poco asustado, el cielo
que se desguaza.
            Pero este chico no se asusta, se ríe
de la tormenta. Le divierte
el estrépito que se armó.
Las calles inundadas,
el tránsito congestionado,
la gente que corre, corre
a refugiarse de la lluvia impiadosa,
pero inútilmente.
                   Traete otra cerveza, Os, me dice.
                   Mirá el cachengue que se armó.
Y yo me río
porque en mi vida
voy a encontrar otra palabra
más precisa que esa
para definir ese momento
de furia.
Como si Dios bajara del cielo
(basta de paz, basta de amor)
y se pusiera a patear tachos de basura
y a golpear sus cadenas
sobre los techos de los autos.

-En este poema da la impresión de que el yo poético se distancia respecto del personaje con el que se relaciona, pero desde cierta fascinación ¿Cómo venís trabajando el yo poético de estos poemas? ¿Dónde se ubica? ¿Desde dónde observa?

-Es como el testigo de un momento crucial, que irrumpe cargado de belleza y con él,  la necesidad de inmortalizarlo. Cuando esto pasa, el tiempo se detiene. A uno le pertenece el tiempo de la acción, y a otro –a ese yo poético que cuenta- el tiempo de la contemplación, y aunque parezca que están juntos, en realidad están separados. Hay una pequeña distancia. Y sin esa distancia no hay epifanía. Me acuerdo que Borges habla de la experiencia religiosa. Él no es un místico, a él le interesa muchísimo lo que tiene que ver con la fe, con las religiones, y con la mística, pero como alguien que se aventura hasta la orilla, hasta el último límite, y después  escribe el cuento o escribe el poema. El místico, en cambio, sería el que cruza esa frontera.  Si se cruza la frontera, dice Borges, ya no hay literatura. Para eso necesitás un mínimo de distancia, un mínimo de separación, que al menos por mi propia experiencia, no es otra cosa que melancolía.

-En otra entrevista vos decís que un poeta debería poder escribir todo lo que le venga en gana. Hablás sobre la libertad para escribir y sobre cómo se va adquiriendo esa libertad. ¿Dirías que sos alguien que puede escribir lo que desea?

-No. Es un intento. Siento que cada vez me acerco más a esa posibilidad. Que al principio estaba más condicionado por lo que creía que era la poesía. Con el tiempo uno va perdiendo esa noción tan clara y se va acercando a algo que ni siquiera sabe si es poesía o no. Ahí aparece cierta angustia, porque te vas alejando de los límites más o menos establecidos y entrás en una zona en que no sabés muy bien qué es. Porque algo se está modificando. Una voz, un movimiento del lenguaje que empieza a correr los límites hacia otro lugar. Yo siento que con cada nuevo libro esos límites se van ampliando de alguna manera.

-En ese sentido, este libro no hubiera sido posible antes. No estaba a tu alcance… 

-No, seguro que no. En Tres ya estaba la presencia de las máscaras. Lo estaba antes en El coyote y también lo está en Fiel a una sombra. Las máscaras eran una manera de decir la verdad, como decía Oscar Wilde, de otra forma. Se ve que no podía hacerlo directamente. El cambio se produce cuando yo termino Fiel a una sombra. Después de estar mucho tiempo sin escribir, un día escribo un poema que se llama  “El muchacho de los helados”. Ahí me di cuenta que había algo diferente. El lenguaje se distendía y podía nombrar cosas de mi infancia, del paisaje de mi infancia, sin ningún tipo de máscaras  -o por lo menos, no con una máscara tan definida como lo fueron el Coyote o los personajes de Hamlet. Lo paradójico es que cuando terminé de escribirlo, o quizás mientras lo escribía, me  di cuenta  que ese “yo” que aparecía en los poemas también era una máscara… Como si fuera imposible escaparse… Ese yo lírico, que tenía mucho que ver conmigo, no dejaba de ser una representación también… Por suerte.


Foto: Nadina Marquisio

-En este poema parece acentuarse un rasgo ya presente en los dos últimos libros, que es un acercamiento cada vez más profundo hacia lo narrativo. Son poemas que generalmente cuentan historias. ¿Notás esta tendencia?

-Me parece que lo narrativo es un milagro, sobre todo para la poesía, porque lo que permite es poder contar cosas que de otra forma se esconderían detrás de una serie de símbolos. Quizás eso fue lo que hice antes. Como si el lenguaje fuera un agua sucia que con el tiempo se hubiera ido transparentando, y me permitiera decir  otras cosas… Pero no sé, lo estoy descubriendo ahora. Quiero decir,  no es que antes sabía lo que quería decir y recién ahora lo puedo realizar. No. Gracias a lo que escribí, yo puedo escribir ahora estos poemas. Como si cada uno de esos pasos no hubiera podido ser salteado.

-¿El acercamiento a lo narrativo implica estar pensando más en el lector, o la elección no pasa por ahí? 

-No. Entiendo más el juego de la escritura. Sé que estoy solo ahí. Y sé que en realidad no es juego literario solamente. No es un juego de escribir buenos o malos poemas. Es un juego vital muy complicado, en el que uno se pierde y se encuentra. Tiene mucho que ver con la experiencia y con el auto-conocimiento. Con los poemas a la larga descubro quién soy. Si no hubiera escrito poemas me hubiera perdido, no tendría la menor idea de lo que soy ni del pequeño lugar que ocupo en este mundo. Lo raro es que a medida que me conozco, me alejo, y me convierto en un personaje extraño y bastante solitario. La poesía parece un juego inocente, pero hay que desconfiar de esa inocencia. Pero bueno, al menos en mi caso me ayudó a no volverme loco y a no morir. 

-¿El proceso de escritura siempre es solitario? ¿Te gusta compartir los poemas antes de su publicación?
  
-Sí, los voy mostrando. La escritura es en principio un momento solitario, pero cuando uno lee en público está escribiendo también, está poniendo a prueba esa búsqueda. En el momento de la lectura en voz alta algo te da una pauta de si los poemas funcionan o no. Debe ser así porque el hecho poético se completa con la presencia del otro. No es unilateral. Para mí esto es muy importante. El otro, que puede tomar cualquier nombre; es un otro con el que yo quiero comunicarme, con el que quiero hablar.

-¿Y qué pasa si al leer un poema ocurre algo imprevisto? Por ejemplo si hay risa en alguna parte del poema que vos, al escribirlo, no pensabas que iba a generarla?

-Bueno, de eso se trata precisamente esa  lectura, ya que uno puede medir los alcances y las limitaciones de un texto compartiéndolo con otros. Eso me está pasando con estos nuevos poemas. A medida que los leo en voz alta, los voy descubriendo. Sobre todo porque se meten  con una oralidad que se baja de cierta maquinaria rítmica y empieza a escuchar por otro lado. Es muy importante esa cuestión del oído. Por ejemplo en el poema que leí, a lo mejor todo fue escrito para poder decir esa palabra: “cachengue”. “Mirá el cachengue que se armó”: la frase me parece tan hermosa. A veces creo que todo el poema fue escrito para poder meter esa frase, esa palabra. Un muchacho desnudo, mirando la destrucción del mundo a través de la ventana de su cuarto, “cigarrillo en una mano, botella de cerveza en la otra”, que de pronto detiene el tiempo  y dice, para que yo después la repita, esa frase maravillosa. 

-¿En general los poemas de este libro surgen así, a partir de frases?

-Surgen a partir de una anécdota, una imagen, o una situación determinada. O para decirlo claramente: de la experiencia. A esta altura no me disgusta admitir que los poemas surgen de una experiencia en particular. El resultado obviamente es otra cosa: es la experiencia atravesada por la imaginación, por mis lecturas, por las necesidades del poema. Pero el origen del poema es una experiencia en concreto. Me llevó tiempo admitirlo porque no estaba bien visto. Parecía que lo poemas tenían que surgir de cualquier lado menos de lo que le pasaba a uno. El yo había sido tan bastardeado durante tanto tiempo, que cualquier cosa que provenía de ahí parecía nefasta. Hasta que comprendés que toda experiencia, al ser trasladada al lenguaje, se convierte en otra cosa. Es una máquina tan perfecta: uno detecta en la experiencia un hecho determinado, inmediatamente se da cuenta de que lo puede convertir en poema, tiene un yo que funciona al servicio de ese  poema y que mezcla al yo biográfico con todo lo demás. En ese proceso algo se pierde, es cierto. Marguerite Duras dice claramente que lo que se pierde es lo que se vivió. Que para que algo viva en un lado, tiene que dejar de vivir en otro. Como si la escritura fuera siempre, indefectiblemente, una forma de duelo.

-¿Los poemas sólo viven o también pueden morir en un libro? ¿No hay poemas que quedan como perdidos al ser publicados, o al convivir con otros poemas?

-Pasa que generalmente escribo libros. No son poemas aislados. No es que un poema tenga que hacer el esfuerzo de convivir con otros. Aisladamente pueden funcionar, pero se nutren muchísimo de lo que dicen los anteriores y también de los que siguen. Son como pequeñas novelas. En lugar de narrarlos en prosa, lo hago en versos. Lo que construyen, finalmente, es un mundo determinado, un universo determinado que empieza y se termina ahí.  

-¿Cuántos poemas forman hasta el momento Chicos malos?

-Diecinueve, y tal vez algunos más. Pero falta. Me doy cuenta porque tengo muchas cosas para decir, pero todavía no encuentro la frase o la forma de aproximarme. Porque cuando escribís algo, lo distorsionás. No es una transposición de la experiencia a la palabra. Es otra cosa. Parece que estás contando, pero en realidad estás inventando el relato para poder contar algo. No es que exista previamente.

-En estos poemas el yo poético se encarga de afirmar que es alguien que distorsiona lo que mira. Al distorsionar se aleja de los demás, que aparentemente no observarían como él lo hace. En esto hay algo de melancolía, ¿no?

-Es la melancolía amorosa. Porque la mirada que narra, que cuenta estos poemas, es la mirada de un enamorado. Es alguien absolutamente capturado por el mundo, por el lenguaje, por las particularidades que ese deseo de amor representa. Irrumpe ese objeto y lo que hace es colocarte inmediatamente en un mundo nuevo, en una realidad nueva. Y a toda esa realidad le da un sentido distinto. El otro es una especie de sol, de lámpara que ilumina todo lo que está ahí. Solo, despojado de este sentimiento, no podría contar nada de lo que cuenta en este libro. El centro del libro es, me imagino, ese objeto de amor y de  deseo que habita todos los relatos. Y luego, todos los personajes que están ahí, están tocados por esa gracia. Todos son inocentes y todos encuentran una forma de solidaridad que en lo diurno creo entender que no existe. Como si uno descubriera en ese universo nocturno, marginal,  rasgos de amistad, de amor, de comprensión, de encuentro, que serían el revés de lo que uno generalmente se imagina. El yo poético, yo mismo -para qué negarlo- me siento más cerca de ellos que de ningún otro. Un desamparado siempre se va a sentir mejor con otro desamparado; aunque sean desamparos distintos. Recuerdo a Alda Merini. Ella pasó mucho tiempo encerrada en un manicomio. Ahí encontró unas posibilidades de solidaridad y de compasión que afuera, por desgracia, nunca pudo encontrar.

-Aunque haya un trabajo con la marginalidad, no hay queja en estos personajes. 

-Son personajes que saben vivir. Yo sospecho que la queja está en un lugar en el que alguien no se da cuenta de lo que tiene, de lo rico que es. A veces puede ser que sea cierto. Pero por lo general -no digo que siempre sea así- la gente humilde sabe vivir con poco. Enseguida con tres o cuatro cosas arma una fiesta. Y es eso precisamente lo que le reprocha cierta clase social: “no ves que son unos vagos, les gusta estar así”. En realidad quizás no tengan una ambición tan grande de progreso, ¿no? Entonces, generalmente la queja surge desde la clase media, que se ve exigida a tener más y por eso deja de lado todo, en pos de un bienestar económico. El pobre, como sabe que nunca lo va a obtener -y si lo obtiene es un azar-, vive en un rancho que se cae a pedazos pero tiene una televisión último modelo y un equipo de música genial. Y son las cosas que le dan felicidad. Pero no sé si están apoyados firmemente en una realidad. Es una manera de escapar también. Y está bárbaro. Me solidarizo con eso, con esa manera escapista de vivir. Cuando veo cómo esta gente humilde se arma a sus ídolos y cómo esos ídolos les dan felicidad, me siento cerca. Viste que estoy hablando de que miro desde afuera… pero miro desde afuera algo en lo que siempre estuve, en lo que siempre estoy.  No es una mirada extranjera. Todo lo contrario. Siento que si en algún lugar estoy, estuve,  es ahí. Pero ya no estoy ahí. Es una tragedia medio a lo Pavese, que cuando escribe sus poemas ya se había ido del pueblo. Entonces ya no tenés territorio. Si ya escribís poemas, si ya tenés consciencia, estás lejos. Y a la vez, nada está más cerca, más íntimamente ligado a la experiencia de tu corazón. 

-¿Podría decirse que el espacio de tus poemas es el barrio?, ¿un barrio pobre del conurbano tal vez?

-Sí, porque está en mi infancia. Uno construye su imaginario, su personalidad en la infancia, y yo lo construí ahí. El libro que mejor lo refleja es El muchacho de los helados. Hablo de una casa de cartón. Digo que esa casa al final de los tiempos va a estar amparándome. Es decir, si hay un hogar para mí, es ese. Si hay un lugar en el que yo quisiera vivir siempre, es ese. Y no es un lugar privilegiado. Carecíamos de todo. Pero seguramente había algo ahí a lo que quiero volver. Tiene que ver con esa fiesta que se arma desde la pobreza. El otro día con mi mamá nos acordábamos de un calentador a kerosén  con el que calentábamos nuestra casa. Gran Metal, se llamaba. Era peligroso, pero bueno. Íbamos a comprar el kerosén, lo cargábamos. Había que ponerle la mecha para que se humedezca, darle bomba. Al final salía una llama azul de la que no me voy a olvidar nunca. Porque daba calor, porque ahí mi mamá cocinaba los buñuelos, porque ahí calentábamos el agua. Y en medio de esa casita precaria, era un aleph. Supongo que en ese lugar un elemento más lujoso no hubiera tenido tanto efecto. Entonces cada elemento: las cortinas, el techo, la lluvia, el viento, los árboles, los amigos, las tazas, la mesa; todo terminaba construyendo una suerte de paraíso. Y cada vez que escribo un poema es como si de algún modo quisiera recomponerlo.

-Los personajes de Chicos malos tienen rasgos más definidos que los de otros libros. En un poema por ejemplo, se nombra una remera de Viejas Locas. ¿Cómo hacés para que los personajes, con marcas tan definidas, no caigan en estereotipos?

-El poema al que te referís habla de un muchacho que se lleva un puñado de remeras en un bolso para lavarlas. Eso ya está alejándose de cierto estereotipo: que lavar es supuestamente una función femenina, algo que hacen las mujeres. El varón que entrega las remeras es un varón medio maldito, que escucha Viejas Locas, y uno se imagina que  hay una relación de amistad y de amor entre el muchacho que entrega las remeras y el que las lleva para lavarlas. Así, los dos están quebrantando muchas reglas. Porque un muchacho que escucha Viejas Locas difícilmente tendría una relación sentimental con un poeta que lee a Cernuda y a Catulo. Evidentemente entre ellos, en ese vínculo, se están dando cosas que no son muy comunes. Lo que observa el yo, en todo caso, son las marcas, las huellas materiales, complejas, de una realidad infinitamente más íntima, que la inscripción Viejas locas refleja en toda su belleza.

-¿Hace cuánto estás escribiendo Chicos Malos?

-Ocho, nueve meses. Cada tanto escribo. En varios días pueden surgir un par de poemas y después estoy un tiempo sin escribir. Pero la idea está presente. Como es un libro difícil, por momentos me tengo que quedar callado. No es que tengo escribir lo primero que se me ocurre. Tengo que darle lugar a otras cosas.

-¿Qué hace diferente a este libro de los anteriores?

-Creo que el pequeño, el débil resquebrajamiento de la retórica, de lo impuesto. Sigue habiendo retórica. Sin retórica no hay poema, pero tengo la sensación de que lo estoy armando con los elementos mínimos. Y que con eso puedo llegar a hacer un poema. Como en mi infancia sobreviví con lo mínimo indispensable, se ve que mi ideal es un poema que viva de la misma manera, con un lenguaje que se interponga lo menos posible.

-Antes decíamos que hace un tiempo este libro no hubiera sido posible. Pero lo cierto es que tampoco está terminado ¿Crees que vas a poder con él, con la idea que tenés de él?

-Seguro lo voy a terminar. Voy a escribir unos poemas más. Y seguro que voy a fracasar también. Ya me estoy dando cuenta que fracaso. Que es más lo que no puedo que lo que puedo. Si bien los poemas gustan, a mí me gustan, y finalmente lograron un objetivo determinado, mucho queda afuera. Muchísimo. Imagino que son los preparativos para otro libro en el que voy a estar más cerca, un poco más cerca. Es un fracaso que no es tan estridente, pero es un fracaso mínimo, yo lo percibo. Incluso todos los libros anteriores fracasaron en algún punto, porque fueron el intento de algo que después traté de resolver en los libros siguientes. Y a la vez, un triunfo sobre el caos. Por eso no tengo una mirada de decepción sobre lo escrito. No me regodeo en lo escrito, pero tampoco lo desdeño. Me parece que sin eso no hubiera llegado hasta aquí.

-El fracaso es necesario para continuar, entonces.

-Totalmente. Hay que volver al comienzo cada vez. Escribo para poder escribir ese poema que quise escribir cuando empecé a escribir. Y eso no lo voy a ver nunca yo. No me voy a dar cuenta. Es más, seguramente me voy a morir con la sensación de que no lo logré. Porque me parece que está en el orden de lo inalcanzable, en el orden de lo irrealizable. Y que ese justamente es el motor de la poesía. O de los poemas que yo escribo, al menos.

-¿Y cuál es el sentido de hacer público lo íntimo? ¿Para qué, por qué, o cuándo decidís publicar un libro de poemas?

-Cuando me doy cuenta de que ya no es íntimo. Tiene un valor para mí y después  adquieren un valor diferente, que viene de la mirada de los demás. Y si no lo hago circular, el motor que me lleva a escribir seguramente se detendría. En fin, la cuestión es que para poder seguir escribiendo tengo que deshacerme de esos poemas. Por eso los publico. Y porque hay gente, editores muy generosos, que toman el riesgo de publicarlos. Es raro, en todo lo que digo siempre noto puntos que parecen opuestos y sin embargo se da entre ellos, siempre, una misteriosa convergencia.  



Foto: Nadina Marquisio