Foto: Nadina Marquisio
Osvaldo Bossi nació en Ciudadela, provincia de Buenos Aires. Es poeta y narrador. Entre sus libros de poemas publicados se encuentran: Tres (1997), Fiel a una sombra (2001), El muchacho de los helados y otros poemas (2006), Ruego por el tornado (2006), Del Coyote al correcaminos (2007), Esto no puede seguir así (2010), Casa de viento, antología personal (2011), Ni la noche ni el frío (fines de julio de 2012) y su novela Adoro (2009). Forma parte de diversas antologías de poesía argentina y latinoamericana. Colabora como crítico en distintos medios especializados. Desde hace años coordina talleres de escritura en el Centro Cultural Ricardo Rojas y en forma particular. Su blog es www.muchachodeloshelados.blogspot.com
Conocí a Osvaldo personalmente en enero de 2011, después del impacto que generó en mí la lectura de El muchacho de los helados y otros poemas. Apenas unas líneas bastaron para sentir que estaba ante una poesía poderosa, que volvía al espacio de la infancia para seguir explorando sus temas tan preciados: el objeto amoroso, las fuentes de deseo. Creo que los poemas de Osvaldo no persiguen el intento de explicación (responder por qué deseamos lo que deseamos) sino que se pierden en la fascinación, entregados por completo al misterio que el amor, la amistad y la solidaridad entre seres queridos producen en las voces que cuentan.
-Osvaldo, ¿en qué estás trabajando?
-Osvaldo, ¿en qué estás trabajando?
-Estoy
trabajando en un nuevo libro de poemas que se llama provisoriamente Chicos Malos. Me di cuenta que esa era
la imagen que me ayudaba a enfocar la dirección de los textos. Ya tenía una
suerte de diez poemas cuando noté que estaba metiéndome con cierta idea de lo
nocturno, con la idea del mal, del mal en la juventud (el supuesto mal de la
juventud, que es la necesidad de agotar el tiempo, es decir de vivir la vida de
la manera más intensa posible). En cierta forma, los poemas quieren rescatar
esa posibilidad. Al ponerles un título lo que hago es justamente crearles una atmósfera,
que en realidad está en mí, pero la objetivo y le pongo un nombre y eso me
ayuda. Ojalá quede como título. Por ahora es provisorio y me ayuda a seguir
escribiéndolo; nada más. Incluso hay un poema que se llama así “Chicos malos”,
y lo que trato de mostrar ahí en realidad es una pequeña contradicción, que
está en todo lo que escribo, o al menos eso quisiera: que donde supuestamente
está el mal, está el bien.
-¿Querés leer
alguno de los poemas que va a formar parte del libro?
-Voy a leerte
uno que se llama “Basta de paz, basta de amor”:
No voy al
trabajo,
pierdo las
horas al lado tuyo
como quien se
tira en el pasto
boca arriba
a mirar las
estrellas.
Nubes negras, pesadas
amenazan
abrirse
para dejar
caer masas compactas
de granizo y
destrucción.
Por suerte, no
encendiste la radio.
Abrís una
cerveza y te quedás, desnundo
mirando por la
ventana
el avance
inexorable
de los
acontecimientos.
Desde la cama,
todo es hermoso
como en un
cuadro: Muchacho en la ventana
cigarrillo en una mano, botella
de cerveza en la otra, mirando la noche.
Porque de
golpe
se hizo la
noche. Un rayo cruza
de lado a lado
la ciudad.
La lluvia
golpea la ventana
como si fuera
el último día.
Son piedras,
digo
mientras me
acerco a mirar yo también
un poco
asustado, el cielo
que se
desguaza.
Pero este chico no se asusta, se ríe
de la
tormenta. Le divierte
el estrépito
que se armó.
Las calles
inundadas,
el tránsito
congestionado,
la gente que
corre, corre
a refugiarse
de la lluvia impiadosa,
pero
inútilmente.
Traete otra cerveza, Os, me dice.
Mirá el cachengue que se armó.
Y yo me río
porque en mi
vida
voy a
encontrar otra palabra
más precisa
que esa
para definir
ese momento
de furia.
Como si Dios
bajara del cielo
(basta de paz,
basta de amor)
y se pusiera a
patear tachos de basura
y a golpear
sus cadenas
sobre los
techos de los autos.
-En este poema
da la impresión de que el yo poético se distancia respecto del personaje con el
que se relaciona, pero desde cierta fascinación ¿Cómo venís trabajando el yo
poético de estos poemas? ¿Dónde se ubica? ¿Desde dónde observa?
-Es como el
testigo de un momento crucial, que irrumpe cargado de belleza y con él, la necesidad de inmortalizarlo. Cuando esto
pasa, el tiempo se detiene. A uno le pertenece el tiempo de la acción, y a otro –a ese yo poético que cuenta- el tiempo de la contemplación, y aunque parezca
que están juntos, en realidad están separados. Hay una pequeña distancia. Y sin
esa distancia no hay epifanía. Me acuerdo que Borges habla de la experiencia
religiosa. Él no es un místico, a él le interesa muchísimo lo que tiene que ver
con la fe, con las religiones, y con la mística, pero como alguien que se
aventura hasta la orilla, hasta el último límite, y después escribe el cuento o escribe el poema. El
místico, en cambio, sería el que cruza esa frontera. Si se cruza la frontera, dice Borges, ya no
hay literatura. Para eso necesitás un mínimo de distancia, un mínimo de
separación, que al menos por mi propia experiencia, no es otra cosa que
melancolía.
-En otra
entrevista vos decís que un poeta debería poder escribir todo lo que le venga
en gana. Hablás sobre la libertad para escribir y sobre cómo se va adquiriendo
esa libertad. ¿Dirías que sos alguien que puede escribir lo que desea?
-No. Es un
intento. Siento que cada vez me acerco más a esa posibilidad. Que al principio
estaba más condicionado por lo que creía que era la poesía. Con el tiempo uno va
perdiendo esa noción tan clara y se va acercando a algo que ni siquiera sabe si
es poesía o no. Ahí aparece cierta angustia, porque te vas alejando de los
límites más o menos establecidos y entrás en una zona en que no sabés muy bien
qué es. Porque algo se está modificando. Una voz, un movimiento del lenguaje que
empieza a correr los límites hacia otro lugar. Yo siento que con cada nuevo
libro esos límites se van ampliando de alguna manera.
-En ese
sentido, este libro no hubiera sido posible antes. No estaba a tu alcance…
-No, seguro
que no. En Tres ya estaba la
presencia de las máscaras. Lo estaba antes en El coyote y también lo está en Fiel
a una sombra. Las máscaras eran una manera de decir la verdad, como decía
Oscar Wilde, de otra forma. Se ve que no podía hacerlo directamente. El cambio
se produce cuando yo termino Fiel a una
sombra. Después de estar mucho tiempo sin escribir, un día escribo un poema
que se llama “El muchacho de los
helados”. Ahí me di cuenta que había algo diferente. El lenguaje se distendía y
podía nombrar cosas de mi infancia, del paisaje de mi infancia, sin ningún tipo
de máscaras -o por lo menos, no con una
máscara tan definida como lo fueron el Coyote o los personajes de Hamlet. Lo
paradójico es que cuando terminé de escribirlo, o quizás mientras lo escribía,
me di cuenta que ese “yo” que aparecía en los poemas también
era una máscara… Como si fuera imposible escaparse… Ese yo lírico, que tenía
mucho que ver conmigo, no dejaba de ser una representación también… Por suerte.
Foto: Nadina Marquisio
-En este poema parece acentuarse un rasgo ya presente en los dos últimos libros, que es un acercamiento cada vez más profundo hacia lo narrativo. Son poemas que generalmente cuentan historias. ¿Notás esta tendencia?
-Me parece que
lo narrativo es un milagro, sobre todo para la poesía, porque lo que permite es
poder contar cosas que de otra forma se esconderían detrás de una serie de
símbolos. Quizás eso fue lo que hice antes. Como si el lenguaje fuera un agua
sucia que con el tiempo se hubiera ido transparentando, y me permitiera decir otras cosas… Pero no sé, lo estoy
descubriendo ahora. Quiero decir, no es
que antes sabía lo que quería decir y recién ahora lo puedo realizar. No.
Gracias a lo que escribí, yo puedo escribir ahora estos poemas. Como si cada
uno de esos pasos no hubiera podido ser salteado.
-¿El
acercamiento a lo narrativo implica estar pensando más en el lector, o la
elección no pasa por ahí?
-No. Entiendo
más el juego de la escritura. Sé que estoy solo ahí. Y sé que en realidad no es
juego literario solamente. No es un juego de escribir buenos o malos poemas. Es
un juego vital muy complicado, en el que uno se pierde y se encuentra. Tiene
mucho que ver con la experiencia y con el auto-conocimiento. Con los poemas a
la larga descubro quién soy. Si no hubiera escrito poemas me hubiera perdido,
no tendría la menor idea de lo que soy ni del pequeño lugar que ocupo en este
mundo. Lo raro es que a medida que me conozco, me alejo, y me convierto en un
personaje extraño y bastante solitario. La poesía parece un juego inocente,
pero hay que desconfiar de esa inocencia. Pero bueno, al menos en mi caso me
ayudó a no volverme loco y a no morir.
-¿El proceso
de escritura siempre es solitario? ¿Te gusta compartir los poemas antes de su
publicación?
-Sí, los voy
mostrando. La escritura es en principio un momento solitario, pero cuando uno
lee en público está escribiendo también, está poniendo a prueba esa búsqueda.
En el momento de la lectura en voz alta algo te da una pauta de si los poemas funcionan
o no. Debe ser así porque el hecho poético se completa con la presencia del otro.
No es unilateral. Para mí esto es muy importante. El otro, que puede tomar
cualquier nombre; es un otro con el que yo quiero comunicarme, con el que
quiero hablar.
-¿Y qué pasa
si al leer un poema ocurre algo imprevisto? Por ejemplo si hay risa en alguna
parte del poema que vos, al escribirlo, no pensabas que iba a generarla?
-Bueno, de eso
se trata precisamente esa lectura, ya
que uno puede medir los alcances y las limitaciones de un texto compartiéndolo
con otros. Eso me está pasando con estos nuevos poemas. A medida que los leo en
voz alta, los voy descubriendo. Sobre todo porque se meten con una oralidad que se baja de cierta
maquinaria rítmica y empieza a escuchar por otro lado. Es muy importante esa
cuestión del oído. Por ejemplo en el poema que leí, a lo mejor todo fue escrito
para poder decir esa palabra: “cachengue”. “Mirá el cachengue que se armó”: la
frase me parece tan hermosa. A veces creo que todo el poema fue escrito para
poder meter esa frase, esa palabra. Un muchacho desnudo, mirando la destrucción
del mundo a través de la ventana de su cuarto, “cigarrillo en una mano, botella
de cerveza en la otra”, que de pronto detiene el tiempo y dice, para que yo después la repita, esa
frase maravillosa.
-¿En general
los poemas de este libro surgen así, a partir de frases?
-Surgen a
partir de una anécdota, una imagen, o una situación determinada. O para decirlo
claramente: de la experiencia. A esta altura no me disgusta admitir que los
poemas surgen de una experiencia en particular. El resultado obviamente es otra
cosa: es la experiencia atravesada por la imaginación, por mis lecturas, por
las necesidades del poema. Pero el origen del poema es una experiencia en
concreto. Me llevó tiempo admitirlo porque no estaba bien visto. Parecía que lo
poemas tenían que surgir de cualquier lado menos de lo que le pasaba a uno. El
yo había sido tan bastardeado durante tanto tiempo, que cualquier cosa que
provenía de ahí parecía nefasta. Hasta que comprendés que toda experiencia, al
ser trasladada al lenguaje, se convierte en otra cosa. Es una máquina tan
perfecta: uno detecta en la experiencia un hecho determinado, inmediatamente se
da cuenta de que lo puede convertir en poema, tiene un yo que funciona al
servicio de ese poema y que mezcla al yo
biográfico con todo lo demás. En ese proceso algo se pierde, es cierto.
Marguerite Duras dice claramente que lo que se pierde es lo que se vivió. Que
para que algo viva en un lado, tiene que dejar de vivir en otro. Como si la
escritura fuera siempre, indefectiblemente, una forma de duelo.
-¿Los poemas sólo viven o también pueden morir en un libro? ¿No hay poemas que quedan como
perdidos al ser publicados, o al convivir con otros poemas?
-Pasa que
generalmente escribo libros. No son poemas aislados. No es que un poema tenga
que hacer el esfuerzo de convivir con otros. Aisladamente pueden funcionar,
pero se nutren muchísimo de lo que dicen los anteriores y también de los que
siguen. Son como pequeñas novelas. En lugar de narrarlos en prosa, lo hago en
versos. Lo que construyen, finalmente, es un mundo determinado, un universo
determinado que empieza y se termina ahí.
-¿Cuántos
poemas forman hasta el momento Chicos
malos?
-Diecinueve, y
tal vez algunos más. Pero falta. Me doy cuenta porque tengo muchas cosas para
decir, pero todavía no encuentro la frase o la forma de aproximarme. Porque
cuando escribís algo, lo distorsionás. No es una transposición de la
experiencia a la palabra. Es otra cosa. Parece que estás contando, pero en
realidad estás inventando el relato para poder contar algo. No es que exista
previamente.
-En estos
poemas el yo poético se encarga de afirmar que es alguien que distorsiona lo
que mira. Al distorsionar se aleja de los demás, que aparentemente no
observarían como él lo hace. En esto hay algo de melancolía, ¿no?
-Es la
melancolía amorosa. Porque la mirada que narra, que cuenta estos poemas, es la
mirada de un enamorado. Es alguien absolutamente capturado por el mundo, por el
lenguaje, por las particularidades que ese deseo de amor representa. Irrumpe
ese objeto y lo que hace es colocarte inmediatamente en un mundo nuevo, en una
realidad nueva. Y a toda esa realidad le da un sentido distinto. El otro es una
especie de sol, de lámpara que ilumina todo lo que está ahí. Solo, despojado de
este sentimiento, no podría contar nada de lo que cuenta en este libro. El
centro del libro es, me imagino, ese objeto de amor y de deseo que habita todos los relatos. Y luego,
todos los personajes que están ahí, están tocados por esa gracia. Todos son
inocentes y todos encuentran una forma de solidaridad que en lo diurno creo
entender que no existe. Como si uno descubriera en ese universo nocturno,
marginal, rasgos de amistad, de amor, de
comprensión, de encuentro, que serían el revés de lo que uno generalmente se
imagina. El yo poético, yo mismo -para qué negarlo- me siento más cerca de
ellos que de ningún otro. Un desamparado siempre se va a sentir mejor con otro
desamparado; aunque sean desamparos distintos. Recuerdo a Alda Merini. Ella
pasó mucho tiempo encerrada en un manicomio. Ahí encontró unas posibilidades de
solidaridad y de compasión que afuera, por desgracia, nunca pudo encontrar.
-Aunque haya
un trabajo con la marginalidad, no hay queja en estos personajes.
-Son
personajes que saben vivir. Yo sospecho que la queja está en un lugar en el que
alguien no se da cuenta de lo que tiene, de lo rico que es. A veces puede ser
que sea cierto. Pero por lo general -no digo que siempre sea así- la gente
humilde sabe vivir con poco. Enseguida con tres o cuatro cosas arma una fiesta.
Y es eso precisamente lo que le reprocha cierta clase social: “no ves que son
unos vagos, les gusta estar así”. En realidad quizás no tengan una ambición tan
grande de progreso, ¿no? Entonces, generalmente la queja surge desde la clase
media, que se ve exigida a tener más y por eso deja de lado todo, en pos de un
bienestar económico. El pobre, como sabe que nunca lo va a obtener -y si lo
obtiene es un azar-, vive en un rancho que se cae a pedazos pero tiene una
televisión último modelo y un equipo de música genial. Y son las cosas que le
dan felicidad. Pero no sé si están apoyados firmemente en una realidad. Es una
manera de escapar también. Y está bárbaro. Me solidarizo con eso, con esa
manera escapista de vivir. Cuando veo cómo esta gente humilde se arma a sus
ídolos y cómo esos ídolos les dan felicidad, me siento cerca. Viste que estoy
hablando de que miro desde afuera… pero miro desde afuera algo en lo que
siempre estuve, en lo que siempre estoy.
No es una mirada extranjera. Todo lo contrario. Siento que si en algún
lugar estoy, estuve, es ahí. Pero ya no
estoy ahí. Es una tragedia medio a lo
Pavese, que cuando escribe sus poemas ya se había ido del pueblo. Entonces ya
no tenés territorio. Si ya escribís poemas, si ya tenés consciencia, estás
lejos. Y a la vez, nada está más cerca, más íntimamente ligado a la experiencia
de tu corazón.
-¿Podría
decirse que el espacio de tus poemas es el barrio?, ¿un barrio pobre del
conurbano tal vez?
-Sí, porque
está en mi infancia. Uno construye su imaginario, su personalidad en la
infancia, y yo lo construí ahí. El libro que mejor lo refleja es El muchacho de los helados. Hablo de una
casa de cartón. Digo que esa casa al final de los tiempos va a estar
amparándome. Es decir, si hay un hogar para mí, es ese. Si hay un lugar en el
que yo quisiera vivir siempre, es ese. Y no es un lugar privilegiado. Carecíamos
de todo. Pero seguramente había algo ahí a lo que quiero volver. Tiene que ver
con esa fiesta que se arma desde la pobreza. El otro día con mi mamá nos
acordábamos de un calentador a kerosén
con el que calentábamos nuestra casa. Gran Metal, se llamaba. Era
peligroso, pero bueno. Íbamos a comprar el kerosén, lo cargábamos. Había que
ponerle la mecha para que se humedezca, darle bomba. Al final salía una llama
azul de la que no me voy a olvidar nunca. Porque daba calor, porque ahí mi mamá
cocinaba los buñuelos, porque ahí calentábamos el agua. Y en medio de esa casita
precaria, era un aleph. Supongo que en ese lugar un elemento más lujoso no
hubiera tenido tanto efecto. Entonces cada elemento: las cortinas, el techo, la
lluvia, el viento, los árboles, los amigos, las tazas, la mesa; todo terminaba
construyendo una suerte de paraíso. Y cada vez que escribo un poema es como si
de algún modo quisiera recomponerlo.
-Los
personajes de Chicos malos tienen
rasgos más definidos que los de otros libros. En un poema por ejemplo, se
nombra una remera de Viejas Locas. ¿Cómo hacés para que los personajes, con
marcas tan definidas, no caigan en estereotipos?
-El poema al
que te referís habla de un muchacho que se lleva un puñado de remeras en un
bolso para lavarlas. Eso ya está alejándose de cierto estereotipo: que lavar es
supuestamente una función femenina, algo que hacen las mujeres. El varón que
entrega las remeras es un varón medio maldito, que escucha Viejas Locas, y uno
se imagina que hay una relación de
amistad y de amor entre el muchacho que entrega las remeras y el que las lleva
para lavarlas. Así, los dos están quebrantando muchas reglas. Porque un
muchacho que escucha Viejas Locas difícilmente tendría una relación sentimental
con un poeta que lee a Cernuda y a Catulo. Evidentemente entre ellos, en ese
vínculo, se están dando cosas que no son muy comunes. Lo que observa el yo, en
todo caso, son las marcas, las huellas materiales, complejas, de una realidad
infinitamente más íntima, que la inscripción Viejas locas refleja en toda su belleza.
-¿Hace cuánto
estás escribiendo Chicos Malos?
-Ocho, nueve meses.
Cada tanto escribo. En varios días pueden surgir un par de poemas y después
estoy un tiempo sin escribir. Pero la idea está presente. Como es un libro
difícil, por momentos me tengo que quedar callado. No es que tengo escribir lo
primero que se me ocurre. Tengo que darle lugar a otras cosas.
-¿Qué hace
diferente a este libro de los anteriores?
-Creo que el
pequeño, el débil resquebrajamiento de la retórica, de lo impuesto. Sigue
habiendo retórica. Sin retórica no hay poema, pero tengo la sensación de que lo
estoy armando con los elementos mínimos. Y que con eso puedo llegar a hacer un
poema. Como en mi infancia sobreviví con lo mínimo indispensable, se ve que mi
ideal es un poema que viva de la misma manera, con un lenguaje que se
interponga lo menos posible.
-Antes
decíamos que hace un tiempo este libro no hubiera sido posible. Pero lo cierto
es que tampoco está terminado ¿Crees que vas a poder con él, con la idea que
tenés de él?
-Seguro lo voy
a terminar. Voy a escribir unos poemas más. Y seguro que voy a fracasar
también. Ya me estoy dando cuenta que fracaso. Que es más lo que no puedo que
lo que puedo. Si bien los poemas gustan, a mí me gustan, y finalmente lograron
un objetivo determinado, mucho queda afuera. Muchísimo. Imagino que son los
preparativos para otro libro en el que voy a estar más cerca, un poco más
cerca. Es un fracaso que no es tan estridente, pero es un fracaso mínimo, yo lo
percibo. Incluso todos los libros anteriores fracasaron en algún punto, porque
fueron el intento de algo que después traté de resolver en los libros
siguientes. Y a la vez, un triunfo sobre el caos. Por eso no tengo una mirada
de decepción sobre lo escrito. No me regodeo en lo escrito, pero tampoco lo
desdeño. Me parece que sin eso no hubiera llegado hasta aquí.
-El fracaso es
necesario para continuar, entonces.
-Totalmente.
Hay que volver al comienzo cada vez. Escribo para poder escribir ese poema que
quise escribir cuando empecé a escribir. Y eso no lo voy a ver nunca yo. No me
voy a dar cuenta. Es más, seguramente me voy a morir con la sensación de que no
lo logré. Porque me parece que está en el orden de lo inalcanzable, en el orden
de lo irrealizable. Y que ese justamente es el motor de la poesía. O de los
poemas que yo escribo, al menos.
-¿Y cuál es el
sentido de hacer público lo íntimo? ¿Para qué, por qué, o cuándo decidís
publicar un libro de poemas?
-Cuando me doy
cuenta de que ya no es íntimo. Tiene un valor para mí y después adquieren un valor diferente, que viene de la
mirada de los demás. Y si no lo hago circular, el motor que me lleva a escribir
seguramente se detendría. En fin, la cuestión es que para poder seguir
escribiendo tengo que deshacerme de esos poemas. Por eso los publico. Y porque
hay gente, editores muy generosos, que toman el riesgo de publicarlos. Es raro,
en todo lo que digo siempre noto puntos que parecen opuestos y sin embargo se
da entre ellos, siempre, una misteriosa convergencia.
Foto: Nadina Marquisio
Muy linda la pregunta sobre si "se considera alguien que escribe lo que desesa". Y muy franca la respuesta. Muy en la tierra la entrevista, desde ambas partes. Muy disfrutable.
ResponderEliminarY ahora contestame quién soy para andar dando opiniones tan categóricas cual crítica experta? ja ja
Nadia. (te dije q me iba a abrir un blog para comentarte!)
Me gusta mucho el blog. Te felicito!
ResponderEliminarMartin..