foto: Silvia Castro
Escribo esta introducción en octubre, 2021. ¿Saliendo del vértigo? ¿Sacando la cabeza de las aguas oscuras del 2020? Dos mil veinte: el año más silencioso que podamos recordar. ¿Habrá sido la tristeza colectiva, ese desconcierto, el que nos llevó a leer tanto, en los talleres de poesía que doy, a Olga Orozco, la poeta de las profundidades, de lo sutil, de lo invisible? Sabemos dónde empiezan pero nunca dónde terminan las voces que nos encantan. Orozco fue, en nuestro grupo, la puerta a Genovese: Nati Figueira comentó que estaba cautivada con un ensayo de Genovese sobre Orozco. Tiramos de ese hilo, de esa “hebra de la casualidad”, como diría Alicia.
Leímos la poesía de Genovese en rondas colectivas, por zoom. Especialmente Aguas, La contingencia y La línea del desierto. Me acuerdo que un lunes terminamos de leer "Música de Hang" y buscamos un video en you tube, envueltxs en esa percusión preciosa de la que hablaba ella en su poema.
El 30 de noviembre del 2020 la invitamos a conversar y nos dejó este regalo. Acá su voz, un recorrido sobre la escritura propia y sobre su libro pronto a salir: Oro en la lejanía.
- Alicia, ¿escribís sola?
- En absoluta soledad. Con las cosas que me rodean.
Mi primer libro: El cielo posible, es un libro muy aforístico, muy epigramático. Incluso hay un poema que es un solo verso, una línea. Pero si bien cuando lo publiqué me gustaba, me di cuenta de que esa forma recortaba algo mío. Sentí que yo no era tan así, que soy un poco más discursiva: que mi manera de expresarme, de conversar, es más extendida. Esa forma era un poco artificiosa, no era realmente mi voz. Tenía que seguir buscando porque así estaba recortando demasiadas cosas para encontrar esa frase final despojada. Como digo después en un poema posterior a modo de autocrítica: “la frase brillante”, que tuviese la fortaleza de una roca. Después de ese libro dije “no quiero esto, quiero otra cosa”. Lo que quería era soltar la voz, soltar el discurso, y eso fue lo que hice. Ahí empezó otra música, otro tipo de frase.
Siempre escribo. Puede que no sean poemas terminados. Entre El cielo posible y Anónima, mi tercer libro, pasaron diez años. Durante ese tiempo ocurrió mi estadía en Estados Unidos y mientras vivía allá no pude escribir. Tenía, como siempre tengo, mis libretas, mis cuadernos de apuntes y eso fue lo único que pude escribir. Fue un shock cultural vivir en otro país. Sobrevivir en un campus no era fácil. Llegué sin saber inglés, me puse a estudiar esa otra lengua. Después empecé los programas de maestría y doctorado. En un campus se trabaja mucho, además de cursar, tenía que dar clases. Tenía todo el tiempo ocupado y la cabeza mirando hacia afuera. Era todo muy nuevo, siempre había algo distinto o que me invadía como tal, no pude escribir. Lo que sí hice fue tomar esas notas a veces a modo de diario.
Cuando volví de Estados de Unidos, a fines del 89, en seis meses escribí Anónima, sobre la base de esas anotaciones que tenía en las libretas. Algunas eran poemas cerrados, pero no pude verlos así hasta mi regreso. Me doy cuenta ahora de que necesito un lugar que es este para poder escribir. Vivir acá me da otra perspectiva. Acá tomo el colectivo y sé lo que pasa alrededor, alguien dice algo en la calle y sé qué es.
A partir de Anónima empecé a escuchar en lo que escribía un fraseo que pensé era más mío y fue el mío. Si hoy tomo algún poema de Anónima, hay una resonancia rítmica que me parece sigue presente en lo que escribo.
El poema es como una partitura. En música la misma partitura interpretada por distintos músicos cambia. Podés cambiar un tempo y la partitura sigue siendo la misma. El poema tiene esa partitura y la lectura, en la oralidad, puede tener variaciones. A veces la distancia que te impone el tiempo hace que leas de otra manera un poema propio ya no solo en un sentido musical sino en sus zonas significativas.
Al leer cosas de otra época puedo poner el acento en algo que en la época en la en que lo escribí, no hacía. Quizás no me había dado cuenta de la importancia de determinada frase o de determinada palabra.
Cada poema nos habla, los poemas nos hablan. Una cree que sabe todo acerca de lo que escribió y no sabe nada o no sabe mucho. Con el tiempo el poema puede hablar de otra manera y decirte otras cosas. La poesía te pone siempre frente a una desnudez no buscada: "¡mirá, no sabía que había dicho esto!". Y es buenísimo que pase. Creo que puede verse el poeta o la poeta: en esa posibilidad de entrega, en ese abrir la puerta y decir lo que haya que decir y que no importe.
Aunque una esté alejadísima del impulso que llevó a ese poema, se puede reconocer a sí misma en la que fue. Pensemos en un poema de amor: el amor quizás se terminó y volvés al poema y sin embargo, encontrás la verdad que tuviste en el momento en que lo escribiste.
Quizás la poesía para mí sea siempre conflicto. Aunque esté lo cotidiano, siempre hay un conflicto que se está planteando. Un conflicto no como una cosa terrible; una pregunta puede ser un conflicto. Un interrogante, un: “qué es esto, dónde estoy, qué voy a hacer, para dónde voy, qué me imagino, qué tengo acá, qué es lo que me atrae, qué es lo que no”. Entonces, aunque esté hablando de dos tordos que están posados sobre unas flores, el poema siempre tiene que ir a otra parte. Si lo dejás nada más que en lo descriptivo, no le aporta a nadie, ni siquiera a quien escribe.
Finalmente esos tordos se convierten en algo relacionado con el dulzor del paraíso. Me encanta ese poema porque termina diciendo “dos tordos renegridos…/ y el universo se empequeñece para que lo ames". En esos pajaritos encuentro que algo se empequeñeció y que en realidad es el mundo, el universo, para que yo lo ame. No se puede amar en general el universo sino que una ama pequeñas cosas.
Tal vez acá no haya conflicto en el sentido de un antagonismo o de una pelea, pero sí en el de una búsqueda: ¿por qué me detengo en estos dos pájaros, si estoy en un lugar que está lleno de pájaros? ¿Por qué en estos? Porque se están moviendo de determinada manera y eso me inspira una ternura infinita, porque están muy cerca y sin embargo, no salen volando. Primero era sólo algo visual que me llamaba mucho la atención, porque los tordos son muy renegridos y estaban entre medio de las flores rojas. Y además se picoteaban entre ellos, se daban como piquitos. Me pareció un momento único, maravilloso. Esto fue en el Tigre. La frase final llegó después. En este caso llegó después. Otras veces una tiene primero la frase más abstracta o reflexiva y después empieza a engancharse eso más terrenal o corpóreo que resulta necesario para abrirla.
En “Las cosas perdidas” las frases llegan por puro ritmo, no fueron meditadas. Se iban enganchando elementos y una frase como "la dulzura abre, la violencia cierra" llegó en medio del engarce. Es un poema como una cadenita engarzada o como cajitas que van entrando una adentro de la otra.
Al armar un libro, hay poemas que una tiene que dejar de lado porque no permiten ningún diálogo con el resto de los poemas y hay que dejarlos. Ya se van a unir en algún momento, si son buenos poemas se van a unir con otra cosa o van a quedar ahí como simples zonas de pasaje hacia donde necesitabas llegar. No hay que tener miedo a perder poemas.
No empiezo por las grandes cosas; la escritura empieza con el agua que hierve en la pava o dos pajaritos que veo por ahí. Hay que seguir y después surgen otras preguntas, quizás las grandes preguntas que le dan sentido al poema.
“Amplitud térmica”, otro poema de La línea del desierto, surge de un viaje por Talampaya. No sabía si iba a llegar adonde tenía que llegar. Tenía que ir al aeropuerto para tomar el avión de regreso y estaba totalmente perdida en esa ruta donde me habían dicho que los micros pasaban creo que cada hora -y no pasaban-. Cuando estás en medio de esas situaciones es imposible escribir, pero te llevás la imagen. Te llevás algo que hace sonido en la cabeza y la imagen. Llegué a mi casa en Buenos Aires y escribí.
No recuerdo poemas que haya escrito en estado de viaje, salvo ese del cambio de habitación, durante mi estadía en el Chaco, en Resistencia. Tenía que trabajar y no podía hacerlo porque estaba en medio de esa circunstancia hostil. Mientras esperaba que hicieran efecto mis reclamos escribí la primera versión de ese poema.
Cuando empecé a escribir fui al taller Mario Jorge De Lellis y en esa época no había en el taller un coordinador. Teníamos una coordinación colectiva, a veces unos asumían el rol, otras veces otros. Creo que nunca lo coordiné porque era muy chica, o me sentía muy chica frente a los demás y las demás. Tenía dieciocho años y poca experiencia. A partir de mi entrada al taller leí muchísimo, mucha poesía contemporánea sobre todo. Creo que esa fue la gran experiencia a esa edad, la de compartir lecturas y también los primeros poemas que di por cerrados. Tuve amigas entrañables como Irene Gruss, a quien conocí en ese taller.
Somos de una generación que aprendió a escribir leyendo. Las guías fueron en mucho las propias lecturas, también estaban los intercambios pero no sé si teníamos una figura guía, yo al menos no la tuve. Olga Orozco para mí es una maestra, Alejandra Pizarnik también fue una maestra.
Cuando la escuché leer a Olga, entendí todo lo que escribía. A veces una escucha al autor o autora leer y entendés tanto, mucho más. Es como escuchar la primera versión del poema, que es la que lee el autor o autora. No siempre se da. A veces hay autores que leen mal o los había. No sé si en las nuevas generaciones, que a veces me parece que aprenden a leer antes que a escribir. En mi generación se daba esto: gente que leía muy mal y eran muy buenos escribiendo. Pero Orozco era una diosa. Leía y era como una misa, una ceremonia. Era muy impresionante, tenía una voz muy grave y leía sus poemas que son así, ceremoniales y graves.
La palabra "corazón" es difícil de poner, como la palabra "alma"; son palabras muy difíciles. Pero acá, como está el meteorito al lado, tiene una buena oportunidad de estar. "Corazón" puede ser una palabra que se enlaza a toda una poesía sentimental y coqueta, pero si ponés un meteorito al lado, se enlaza más a una mirada científica sobre el cosmos o a mí me lo parece. La combinación produce otro efecto. En realidad este poema empezó con el meteorito y nada más, pero no pasaba nada, no lo encontré hasta que apareció esa otra asociación: "algo impacta el corazón/ como si un meteorito entrara/ a nuestra atmósfera”.
A veces escribís algo y quizás en ese momento no le das importancia, hasta que lo releés después o le hacés un pequeño agregado y decís “ah bueno, ahora sí”. Es cuando el poema empieza a hablarte a vos, a crecer más allá de tu voluntad o tu intención primera. Esos momentos justifican tu escritura. Justifican todo el trabajo, justifican la soledad que implica la escritura. Justifican todo, porque no hubieran podido lograrse de otro modo. Eso es lo que yo siento, que siendo fiel a la búsqueda del poema, no conformándose, una puede llegar a lugares impensados.
En general en mis libros no hay plan. Escribo muy caóticamente. Incluso en un libro como Aguas fue así; empezaron a salir poemas, y en determinado momento empecé a organizar lo que había escrito. En su forma final está super organizado el libro: son dos poemas largos y un poema breve, y todo tiene que ver con el agua. Pero en realidad el libro empezó con las nadadoras y los nadadores de aguas abiertas, y con mi rollo con las aguas desde tiempo inmemorial.
Siempre han aparecido poemas con aguas. En Química diurna aparecen, en El borde es un río aparecen. Cuando empecé a trabajar con los nadadores dije: “voy a seguir con los ríos y con las aguas”. De repente tenía un montón de poemas y pensé “¿cómo organizo esto?”. Los poemas tenían títulos en ese momento. Por otro lado me venía rondando la idea de volver a los epigramas, a esa forma sintética que tenían mis primeros libros. Pensé que podía sacarle los títulos a los poemas y combinar poemas largos y breves, siguiendo una fluencia sin cortes bruscos, más acuática. El libro se fue armando así, una vez que ya estaba casi todo el material, en medio de un caos.
Es difícil saber si pensar más en los poemas que en los libros. Y en qué momento hay que simplemente dejarse llevar por ese caos que no sabés adónde te lleva y correr el riesgo luego con el armado del libro.
A veces empezás a escribir por esa sensación de extrañamiento que por ejemplo tuve al escribir "El hervor". Una vez que fui al Tigre después de haber estado viajando mucho. Después de muchos meses sin ir, la casa estaba llena de arañitas y telas de araña. Tampoco era la casa de Los locos Adams, era una casa que hacía mucho no se habitaba y nada más. Puse la pava, y pasó un poco lo que ahí se narra: me quedé con esa sensación de que la casa me estaba recibiendo, que era mi casa, a pesar de que yo había andado por aquí y por allá, viviendo muchas cosas en los viajes, en donde una acopia un montón de novedades. Esa casa me estaba recibiendo de una manera muy simple, haciéndome recordar los olores. Con el silbido de esa pava entendí que había llegado a un lugar que era mío. Ahí apareció el poema.
Una se detiene en determinado ángulo del mundo por alguna razón, esa es mi sensación. En “La luna y su imán” hay una vivencia, algo que me pasó así, sorpresivamente, esa luna entrando por la ventana. Me quedé helada y me quedé mucho tiempo con esa imagen sin poder escribirla, sin saber para dónde iba. No es una imagen tan cotidiana como una pava hirviendo, entonces el peligro es que da la sensación de que quisieras trasmitir algo misterioso, algo sobrenatural… La pregunta era cómo hacer con esa imagen, que no es tan común, para bajarla y dejarla en un lugar cotidiano.
Las imágenes para mí son puertas. Muchas imágenes son una puerta de entrada, y a partir de ahí veo qué es lo que hay, empiezo a explorar. Entrás a una zona sin saber qué hay pero algo hay porque la imagen te conmovió por más que haya sido una imagen fuera de lo común o una imagen mucho más cotidiana. Algo pasó con esa imagen, o con el momento en que apareció la imagen.
La contingencia es un libro muy sentido. Me remite a un momento de tristeza por muchas pérdidas, y a la manera en que pude remontar esa etapa. La emocionalidad está ineludiblemente ahí, a flor de piel. Fue un desafío trabajar con ese momento de emociones tan intensas. Un desafío en todo sentido: el desafío discursivo de encontrar las palabras, la manera de decir sin traicionar al dolor -que por un lado tironeaba-, sin traicionar tampoco el deseo de no caer en el lamento y la auto conmiseración. Es difícil determinar cuándo lo escribí. Hay poemas que escribí paralelamente a Aguas, y otros que había descartado de Química diurna.
En La contingencia hay dos elegías. Una es a mi padre y la otra a mi hermano. Son poemas que tienen una carga para mí. El poema a mi padre que se llama "Honras" sí lo puedo leer en voz alta. Es una reverencia, un saludo hacia mi padre que murió. El que no puedo leer es "Tristia". Esa es la pérdida de mi hermano, que era mi hermano menor. Fue una pérdida desgarradora, una muerte injustificada. Forma parte de la ley de la vida que un hijo o una hija despida a su padre o a su madre. Pero a un hermano, y muy joven… es algo que trae mucho desconsuelo, por eso quizás aún hoy no lo pueda leer.
Escribí “Laurentino” dos días después de que había muerto mi madre. Andaba como loca. Primero porque la muerte de alguien cercano siempre nos altera, pero además porque tenía que solucionar miles de cosas. Hasta que vi ese laurentino, me paré frente a él porque había florecido y tenía ese olor tan fuerte, y dije: “me voy a quedar un ratito acá, no puedo seguir en este ritmo”. Me quedé ahí y eso me calmó un poco. De ese lugar me llevé el primer verso... "un laurentino florecido...". A veces hay momentos frente a lo natural, frente a las plantas o en determinados lugares muy especiales, frente a la naturaleza, que siento como si estuviera en misa, en una misa pagana, claro. Es un contacto distinto con el mundo. Ahí encontré la imagen del monje budista, porque me vi en ese gesto de inclinación, de agradecimiento hacia algo tan hermoso. Me pareció que le hacía ese saludo oriental al laurentino.
No hay escritura sin necesidad. La poesía está tan ligada a la subjetividad, que si un poema no te resulta necesario, va a salir un ejercicio pero no un poema. Siempre hay una necesidad de la escritura y esa necesidad está ligada a una vivencia, está ligada a tu subjetividad, a lo que tu subjetividad te esté pidiendo en ese momento. A veces no es una vivencia presente la que mueve la escritura sino una vivencia pasada que por alguna razón sigue en vos.
Algunas veces se carga con imágenes que se llevan de un lugar, de algún momento, durante muchos años. Me pasó con Puentes, cuando volví de Estados Unidos, en 1990. El libro fue publicado en el 2000. Tenía una imagen, una sola imagen, que era la de cruzar el puente. Después de tantos años de estar afuera, cuando crucé uno de los puentes que unen la Capital con el conurbano me dije: “necesitaba esto, llegué a casa”. Fue llegar a casa cruzar ese puente. Mi vida está marcada o estuvo marcada por ese cruce de puentes de la Provincia de Buenos Aires, desde Lomas, desde Llavallol, a la Capital. Ver ese puente era como verme a mí. Tenía esa imagen y no tenía más nada. No sé qué tuvo que pasar para que empezara a desenrollarse esa imagen. A veces el momento de la vivencia no es el momento de la escritura, sino que tienen que pasar muchas cosas -en este caso pasaron algunos años- para que pueda ir hacia la escritura.
El momento de la conmoción puede ser muy grande y no te permite escribir -o te permite escribir pavadas-. Una se da cuenta o yo por lo menos me daba cuenta que estaba escribiendo pavadas. Había que esperarlo al poema, había que esperarlo.
Como sé que ustedes son trabajadores de la escritura, les traje un poema inédito, absolutamente inédito, que nunca leí. Es un poco largo pero creo que es apropiado para la ocasión. Se llama “Las herramientas” y entre paréntesis dice, como parte del título también, “y todo aquello que no se puede manipular”.
De esto hablamos, de esto venimos hablando: cómo las palabras nos desarman, cómo una piensa que las domina y en realidad lo único que hacen es desarmarnos.
Estos últimos poemas son de un libro nuevo que está casi listo: Oro en la lejanía. En este libro no me fijé mucho en los procedimientos, no tienen mucha vuelta. Algunos poemas se apoyan en ciertas palabras que se repiten, como este “desconozco”. O el otro que en realidad al principio era un poema a las herramientas. A las herramientas pedestres, a los destornilladores, a las pinzas, que a mí me gustan mucho. Después dije: “¿y las palabras? Vos trabajás con herramientas que son las palabras”. “No, las palabras no son herramientas”. Y ahí empezamos, ahí empezamos a discutir nosotras, yo conmigo, y entonces es un poema en dos partes aunque no esté dividido. La primera parte es una loa digamos a las herramientas verdaderas y la otra es como una contraposición con las palabras.
Siempre me siento incómoda cuando alguien dice: “las herramientas de los poetas son las palabras'' . Con eso solo no hacemos nada. Si tenés una pinza en la mano, la pinza hace más o menos lo que vos querés, pero una palabra no. Una palabra hace a veces lo que vos querés y muchas otras veces lo que ella quiere. Entonces, empiezan los problemas y esta es la gran diferencia.
Todo poeta debe tener un oficio, ese manejo artesanal del lenguaje, digamos que hasta la última coma debe saber que la puso allí por algo. Y si no está puesta por algo tendrá que sacarla. Pero aparte de eso, hay algo más, hay otra cosa que tenés que poner en juego porque si no todos podrían escribir el mismo poema, manejando el oficio, siendo diestros con las palabras podrían llegar al mismo resultado. Si no hay alguien detrás con su voz, con su subjetividad, con sus vivencias, sosteniendo esas herramientas y haciéndolas vivir de algún modo, no hay un poema, no hay singularidad.
La poesía es mucho trabajo, es un trabajo hermoso. Un poema puede tener un trabajo de años, una trabaja y trabaja y trabaja. Y después son cinco minutos de placer que es cuando el poema está terminado y se lee en cinco minutos. Es muy poco frente a todo el laburo, pero esos cinco minutos justifican todo.
Tenemos que estar muy felices de poder escribir, creo que es una gran felicidad poder escribir, poder conversar de ese modo con nosotros mismos y con los demás, con quienes nos leen, con esos fantasmas que nos leen. Los lectores son siempre como fantasmas. Una no sabe quién va a leer, de repente se corporizan y es muy lindo. Es muy lindo mantener diálogo con gente que ha leído nuestros poemas.
Más ahora, leer así, en el contexto de la pandemia. Mucha gente dice que lo que más se ha leído es poesía, en este año 2020. La poesía tiene ese poder de acompañar en las situaciones límite, en situaciones difíciles de sobrellevar con sus preguntas, sus observaciones. Y como nosotros estamos en una situación así, me parece que la poesía es una muy buena compañía.
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Alicia Genovese nació en Lomas de Zamora. Vivió parte de su infancia y adolescencia en Lavallol. Publicó su primer libro de poesía a los 24 años. Sus libros son El cielo posible, El mundo encima, Anónima, El borde es un río, Puentes, Química diurna, La hybris, La contingencia, Aguas y La línea del desierto. En 2021 saldrá Oro en la lejanía.
Además, escribió dos libros de ensayos: La doble voz, poetas argentinas contemporáneas y Leer poesía, lo leve, lo grave, lo opaco. En 2019 publicó el ensayo La emoción en el poema y Ahí lejos todavía, una nouvelle autobiográfica.
Recibió premios: en 2002, la beca Guggenheim en poesía; en el período 2010-2011, el Primer Premio Municipal; en 2014, el premio Sor Juana Inés de la Cruz, otorgado en México, por La contingencia. Alicia es profesora de Letras. Residió cinco años en Estados Unidos. Actualmente es titular en la materia Taller de Poesía 1, en la Universidad Nacional de las Artes.
foto de Cami Sacks (sobresale un jazmín madagascar y una ojo de poeta, regalo del taller)