viernes, 25 de octubre de 2019

Daniel Lipara: Otra vida




2019, taller de poesía en Espacio Sísmico. Durante agosto leímos Otra vida, primer libro de Daniel Lipara. Lo invitamos para seguir charlando sobre el ashram en India, lo que fue ese viaje para él y la manera en que la escritura transformó su experiencia y su memoria. A continuación, habla Dani.

El viaje a India fue durante las vacaciones de invierno de séptimo grado, a mis doce años. Volvimos y a los tres meses cumplí trece. No aparece la edad en el libro. Hay referencias a otras edades, hay un pasaje donde tengo seis, otro donde tengo once. Aparece, sí, el colofón, donde están las muertes de mis padres y la fecha en que terminé el libro. El colofón tiene algo de final de película, cuando te cuentan qué fue de la vida de cada personaje. La verdad es que la idea no fue mía sino de una poeta muy amiga y mi maestra, Mirta Rosemberg, que murió hace unos meses. Yo me resistí (justamente porque me sonaba muy de película) pero por suerte ella insistió.   
                                     
El orden de los poemas es el orden en que los escribí, así, uno tras otro, durante cinco meses. En realidad pienso al libro como un solo poema dividido en fragmentos. Escribí todos los días, fue una experiencia luminosa. Cuando terminé, probé lo del colofón y me gustó muchísimo porque me dejaba contar algo que el libro deliberadamente no abarca, que es la muerte de mis padres, sobre todo la muerte de mi madre, que fue a los dos meses de volver de la India. El colofón me dejó cerrar eso sin meterme en el tema, para el cual en ese momento -ni ahora- me sentía preparado. Era pesado y desbordaba la cuestión del viaje. El colofón fue una buena solución y también marca un vínculo vital y biográfico que es explícito y que está en el corazón del libro.

El proceso de escritura fue intempestivo. Fue como una excavación del viaje. Implicó mucha investigación, mucha rememoración. Y el viaje como narración me hizo tener una idea de dónde empezar y más o menos dónde terminar. Pero la verdad que no sabía muy bien qué iba a contar y qué no. Tampoco recordaba tanto el viaje, y lo que más recordaba eran pequeños destellos que son los que aparecen en los poemas breves, hacia el final. Otra vida empezó con las pequeñas biografías: la de mi tía, la de mi madre, la de mi padre. Y tenía mucho miedo porque no sabía cómo iba a llegar al viaje. Y una vez ahí, no sabía qué iba a pasar. No tenía control sobre la situación. Cada poema iba planteando un desafío y, al mismo tiempo, marcaba el camino.

Mirta me mandaba audios todos los días preguntándome: ¿Dan, escribiste? Vení a leerme. Iba a la casa, preparábamos unos mates, y le leía. La experiencia no tenía que ver con la de un taller sino más con compartir lo que estaba pasando, preguntarnos cómo iba a seguir, en dónde estaba. Creo que los dos estábamos igual de extrañados y aprendí de ella que el extrañamiento siempre es bueno. De hecho, Mirta y Flor, mi compañera, fueron las dos únicas personas con las que me abrí durante el proceso de escritura. Con los amigos lo compartí recién cuando lo terminé, creo que porque yo estaba muy desconcertado también. Me preguntaba todo el tiempo cosas como ¿a quién le va a importar que mi tía tuvo un cinturón gástrico? ¿Es poesía esto que estoy haciendo? Pero al mismo tiempo no quería saber, no quería cargar con las opiniones de los demás, no quería sentirme condicionado. Elegí esperar hasta el final y mantener como un pacto íntimo con los poemas.

En general la escritura fue fluida pero un par de veces seguí por algún lado que no funcionaba, que no iba bien. Es una experiencia física, como sentir que algo crece torcido. Podés trabajarlo y hacer que más o menos funcione pero estás incómodo. Las veces que me pasó no me quedó otra que reconocerlo, volver atrás, empezar por otro lado. O a veces puede ser cambiar una cosita.  Me pasó con el poema de la despedida de mi padre en Ezeiza. Es una escena hipotética que justamente abre el deseo de algo que no fue. Y las didascalias, esas anotaciones a los costados que se usan en el teatro, me permitían agregar información estratégica o marcar un contexto narrativo sin tener hacer que eso necesariamente formara parte del cuerpo del poema. Bueno, la didascalia inicial era algo así como “En Ezeiza”, algo súper general. Yo me sentía incómodo con ese poema y no entendía por qué. Una noche lo conversé con Flor y me dijo es cierto, esto no suena verdadero. Contame qué pasó en esa situación. La verdad es que mi papá no vino a Ezeiza, es una escena inventada, deseada por mí. Bueno, me dice ella, ese es el centro del poema, eso es lo que tiene que decir. Incluilo en la didascalia. Y ese cambio (“si Jorge el labrador viniera a Ezeiza”) hizo que todo se acomode. No sólo era información necesaria, sino que además le abrió la puerta al yo. O sea, hizo que el yo, que después pasa a ocupar el centro de la escena durante el viaje, entre al poema por el borde.

Ese para mí es el quiebre del libro, cuando se terminan las vidas de los familiares y empieza el viaje, donde se abre el yo. Sabía que en algún momento mi voz tenía que aparecer, hablar en el poema y contar lo que veía desde mí mismo, pero no sabía cómo. Escribir fue ir descubriendo la manera. Mi sensación es que ya estaba ahí, no había que inventar nada, no había que pensar en la arquitectura del libro o en cómo las referencias o los ecos… No era una cuestión de diseño, era sintonizar el poema. No quiero sonar esotérico, pero creo que esto pasa mucho: a veces sentís que hay una materia que te está llamando, que irradia algo y que necesitás expresarlo, escribirlo, explorarlo. Pero hay un momento en el cual ya es el poema el que empieza a tener su propia voz y que te empieza a marcar la manera. Es una voz propia que de repente se vuelve un poco ajena, un poco extraña. Y cuando empecé a sentir eso, por primera vez en mi vida, el compromiso con la escritura fue escuchar. Y no interferir. No interferir con mi mente, con mi voluntad, con mis lecturas. No interferir con lo que yo creía o no que era un poema. No interferir: tratar de sintonizar y seguir esa voz.

Hubo dos momentos fuertes de investigación. Uno fue con Sai Baba. Sai Baba fue un personaje del mal, un tipo que tuvo casi más denuncias por acoso sexual que fieles. Un personaje complicado. Al mismo tiempo, en internet no hay información biográfica concreta o fehaciente. Entrás al Wikipedia de Sai Baba y la información que encontrás es la de un santo, es una hagiografía. Es Wikipedia hablando de los milagros de este tipo. Hubo mucha investigación sobre su infancia, de ahí salió un poema de él. Y muchos videos del ashram al que habíamos ido, que están subidos en YouTube. De Puttaparthi, hay videos que muestran el mismo camino que hice. Fui recolectando todo eso a partir de videos filmados con cámaras muy viejas, porque hay imágenes más o menos de los 2000. Y el paisaje no cambió mucho. Ves los mismos edificios, y el ashram está prácticamente igual.

La otra investigación tiene que ver con una isla en Sicilia, una isla volcánica. Esto no fue deliberado, no estaba en mis planes. Digo, esa conexión genealógica, esa vibración mediterránea que viene de parte de la familia paterna. Ahí apareció Homero. Esa zona del poema surgió porque estaba leyendo La Odisea y en una nota al pie de una edición, en el Canto X, que es cuando Ulises llega a la isla de Eolo, dice “esta isla es…”. Esto pasó en medio del proceso de escritura de Otra vida. Me puse a investigar y me volví loco porque la historia de esta isla estaba conectada con lo que yo estaba escribiendo. Por ejemplo, con el sueño de Susana, donde ella dice que fue una sacerdotisa griega y describe un paisaje volcánico donde hay un templo y labradores. Lipari fue una isla de labradores, lo que también está contenido etimológicamente en el nombre de mi padre. Quiero decir, acá no hubo invención ficcional. Se trató de prestar atención, aceptar lo que ya estaba ahí. Esto cambió mucho mi percepción de lo que es ser un poeta. Siento que mi experiencia fue más pasiva y que mi trabajo, más que “crear” como autor, fue más el de ir descubriendo lo que ya estaba ahí, aceptar esa materia, aceptar sus voces, sus tonos, sus cruces, sus conexiones. Sentí que mi lugar fue más el de un catalizador, como un médium.

Nunca había sentido las cosas de esta manera. Yo tenía una forma de escribir que ahora me resulta muy lejana, ajena, y que tenía más que ver con imitar a mis poetas favoritos y con esta idea del poema como arquitectura verbal. Eso está muy bien y pueden salirte cosas increíbles. Pero me parece que tiene más que ver con el ejercicio (de la forma, de la imaginación, de la sensibilidad). El tema es que lo que escribía antes de Otra vida no tocaba algo que para mí esto sí: la sensación de que era estrictamente necesario. Este libro fue importante para mi propia vida. Cambió mi relación con ese viaje, con mi infancia, con tía y con mis padres. Hay mucho en juego ahí. Quise escribir sobre la India un montón de veces, pero no me salía bien porque en general lo que pasaba es que iba directo a lo sagrado, a la experiencia espiritual. Empezaba por ahí y el poema quedaba desbalanceado, no tocaba lo que tenía que tocar. Obviamente esto tiene que ver con que el tipo de poesía que me gusta o que escribo tiene que ver con la propia vida. Con la experiencia, con la imaginación y la memoria. Yo escribo sobre lo que conozco, sobre eso con lo que tengo una relación muy íntima.

Antes de escribir Otra vida, pasé un mes con Mirta Rosenberg traduciendo a una poeta inglesa joven, Alice Oswald. Ella tiene un libro que me gusta mucho, que se llama Memorial. Oswald viene de una formación clasicista y una vida académica, pero dejó todo y se hizo jardinera gracias a Homero, dice ella. Memorial recopila las muertes de unos doscientos soldados random de La Ilíada. No de los héroes (aunque está Héctor), sino de los extras. Lo que hace ella es ir contando cada una de esas muertes y en el medio poner un símil de La Ilíada y repetirlo dos veces como si fuera un coro.

Ahí descubrí a Homero. En Otra vida hay muchos ecos, pero no ecos como referencias eruditas sino cosas que me llamaban la atención por cómo me hablaban sobre la vida y el mundo. Por ejemplo en el diálogo entre mi viejo y mi vieja en Ezeiza hay un eco de un diálogo famoso entre Héctor y Andrómaca, pero yo lo invertí: mi papá hace de Andrómaca y mi mamá de Héctor. Traducir el libro de Oswald junto a Mirta me dio algo importante. No sabría muy bien cómo explicarlo, pero tiene que ver con la muerte y con lo que perdura de las vidas que perdemos. También con el mundo bucólico y nostálgico de los símiles, que es un mundo perdido. Y al mismo tiempo, una violencia enorme. Hay algo que me llama de esa violencia, de cómo el dolor y la belleza están totalmente entrelazadas. Creo que es algo que sentimos todos en general. Un recuerdo doloroso puede ser doblemente doloroso porque es hermoso y viceversa. Lo sentí de manera muy clara y ahí encontré un tono. Un tono muy nítido, casi neutro, que aparece sobre todo en las primeras biografías. Un tono medio frío, descriptivo. La experiencia de traducir Memorial, de meterme en ese libro y sentir ese lenguaje, me dio pista para empezar.

En Homero también está la cuestión de los epítetos, que son geniales. Me gustan mucho porque son fórmulas muy chiquitas que condensan la vida y la identidad de una persona. Quería algo de eso yo también, una atmósfera arcaica y al mismo tiempo contemporánea. Quería mis propios epítetos homéricos y entonces se me ocurrió buscar cómo era el significado de los nombres. Empecé por el de Susana y cerró perfecto. Dije: ¡“Flor de loto” es muy Susi! Y ahí seguí con mi mamá y mi papá, que explotó porque se conectó extrañamente con la isla de la que también viene su apellido y el mío.

Otra de las cosas más importantes para mí fue dar con el tono, que en un poema sería algo así como la disposición emocional que vos tenés con el material. El tono puede ser más seco, más sentimental, más solemne… Tiene que ver con cómo sentís y cuál es tu vínculo con eso. Y para mí el gran gran desafío para empezar este primer libro fue encontrar un equilibrio tonal, que no sé exactamente cómo describir. Creo que mi búsqueda fue que pudiera estar todo: que pudieran convivir los ecos arcaicos de Homero (con la sintaxis más rara, donde aparece un adjetivo antes del sustantivo) con el cinturón gástrico de mi tía Susana. Quise que todo eso formara parte de lo mismo porque en mí es así, forma parte de lo mismo. Esto se nota más al final del libro en es esto lo sagrado.

Escribir sobre la experiencia, lo biográfico, no tiene por qué ser hiperrealista. El realismo es una convención como cualquier otra y nadie siente ni piensa de esa manera. Anclar lo que sucede a lo que llamamos realidad es dejar de lado lo demás, quizás, o resignar algo que sí tiene que ver con la manera en la que percibís la vida. La naturaleza del mito de tu propia infancia está en contar algo a medias, algo velado, encriptado. O mejor dicho, escribir sobre la infancia es acercarse al mito.

Empecé Otra vida sabiendo dos cosas: que las personas tenían que estar “vivas” y que la escritura tenía que ser verdadera. Lo verdadero fue un asunto clave durante todo el proceso de escritura, o sea, cómo llegar a ahí. Cómo llegar y lograr que toda esa materia pudiera coexistir y sostener la voz del poema sin torcerla con tópicos o convenciones de la poesía. Todos leemos poesía y nos inclinamos por pensar que un poema es esto o lo otro; que tal poeta nos gusta y que escribir un poema es escribir así o asá. Esos códigos, esos ángulos de escritura, esas maneras, son importantísimas para formarnos y al mismo tiempo es importantísimo abrirse de eso, excavar y encontrar lo verdadero y lo necesario en la escritura.

Y la experiencia, diría, es física: la poesía no está y de repente está. Apareció cuando acepté las cosas que me mueven, lo que me inquieta y me está llamando a escribir, sin estructurarlas con las convenciones de un momento. Apareció cuando le damos un sentido a la forma, en qué querés expresar y cómo.  En Otra vida hubo dos poemas que quedaron afuera porque sentí con el cuerpo que chirreaban, eran resabios de otra manera de percibir la poesía. La sensación en general durante esos meses fue la de estar en una habitación a oscuras, tanteando. Creo que hay cosas insondables para quien lee y también para quien escribe, pero no creo que eso sea una limitación. Al contrario, puede ser muy inquietante.
De hecho, cuando la poesía se enfoca en un momento mítico (una relación amorosa, un momento de la infancia) siempre hay un núcleo insondable. Pero podés percibir algo de eso. En ese sentido todo ese background homérico que aparece en Otra vida siento que, para mí, está justificado por la infancia. Me adentré en una materia que tenía, de por sí, algo de arcaico. Arcaico o antiguo en el sentido de tu propia vida, tu pasado, y porque son zonas donde los mitos siguen hablando. No como una referencia, sino como raíz.


Cuando empecé a escribir sabía que contaba con los poemas cortitos, esos a los que yo les digo “símiles” y que tienen que ver con la atmósfera del libro de Oswald. Esas imágenes ya estaban adentro mío, el tema era cómo llegar ahí y que estuvieran cargadas de lo que tenían que estar cargadas, que expresaran lo que tenían que expresar y que el lector pudiera conectar con ese mundo. Pero más allá de esas escenitas en la India no tenía nada, no recordaba mucho. El desafío era llegar a esas pequeñas imágenes, a ese núcleo duro, a los recuerdos nítidos de ese momento. Y también llegar a esa exhalación más pausada del final. Los fragmentos breves llegan después de pasajes súper narrativos, casi novelados, y este orden fue importante porque la narración hizo que de repente, por contraste, generen otra cosa. Por eso era tan importante encontrar ese equilibrio en el tono, para que la escritura se abriera a lo demás. Y para que el yo se abriera también.




En el viaje la había pasado súper mal y estaba enojado con todos (el viaje, Sai Baba, mi tía, Shiva y con no sé quién más) pero sabía que era algo importante para mí, que me había marcado.  Sabía que algo de lo que sentía sobre lo sagrado, sobre la existencia, sobre el amor a mi familia, a mi compañera, a mis amigos había nacido ahí, en esos treinta días casi solo en el ashram. La escritura fue mi manera de volver a eso, darle un lugar. Las emociones “fuertes” no sirven para la poesía. Cuando estás demasiado feliz o enamorado o enojado con alguien la emoción suele ser más chata, unidimensional. Y la poesía tiene esa increíble virtud de habitar lo ambiguo. Quiero decir, fue a través de la escritura que pude reconocer nuevas dimensiones de ese viaje a la India; capas de sensaciones y de emociones que en mi vida personal, tomando una cerveza con un amigo, nunca pude. Ahí creo que hay algo transformador de la poesía. Literalmente transformador, en el sentido de que, de nuevo: puede ampliar la manera en la que experimentás algo, la manera en que pensás y percibís. Y también creo que, en ese sentido, la poesía excede al yo. Hay algo ahí que ya no es de uno solamente. Tiene que ver con los demás, desborda los márgenes de tu identidad.

Hay un poema en particular que hizo uso (y abuso) de un soporte dudoso, éticamente hablando, que es el monólogo de Susana. Todo ese pasaje es efectivamente la voz de mi tía. Me junté a tomar un café porque había cumplido años y aproveché para preguntarle cosas de la India. Ella estaba muy esquiva, tiene una relación rara con ese viaje. Pero en un momento empezó a articular esta manera rara que tiene ella de pensar, y de pensarse a sí misma, como una suerte de mensajera cósmica. Y la empecé a grabar sin avisarle. Era mágico lo que estaba diciendo, era increíble. En un momento se puso a recordar una escena con mi mamá, en la cual mi tía le cuenta el sueño donde ella dice que fue sacerdotisa griega. Yo venía de escribir el poema de la isla Lipari… Lo único que tuve que hacer fue llegar a casa, desgrabarlo y pulirlo un poco desde la forma, metrificarlo. No mucho más.

Qué quiero decir con esto de metrificar: muchos de los pasajes de Otra vida tienen un pulso métrico, en versos imparisílabos. Busqué ese tipo de versificación más regular para las voces o cosas que no eran tan mías, como Susi o Sai Baba o el poema de la isla Lipari. Pero la mayoría del libro está en verso libre y va intercalando imparisílabos con versos rítmicos tipo yambos, anfíbracos, anapestos (que es el tipo de música que viene de la poesía griega). Encontré que en la combinación de esos dos registros había algo que me prendía fuego y que me permitía pasar, en un poema narrativo, a un verso que de repente tuviera otro movimiento, otra energía, que estuviera diciendo otra cosa simplemente desde su sonido. Creo que esa es mi idea de forma libre, o por lo menos quise encontrar y proponer algo desde ahí.

A Susi no la invité a la presentación del libro. El libro empieza con ella y me pareció que se iba a sentir incómoda y que yo iba estar incómodo. Después sí me junté con ella y le pasé el libro. Y lo tomó súper bien, se puso feliz. Obviamente hizo una lectura cósmica del asunto, y ahora cada tanto me pregunta si estoy escribiendo algo nuevo y si estoy escribiendo sobre ella. Otra cosa incómoda para mí es el tema de mi hermana, que cuando le conté que estaba escribiendo sobre esto lo primero que me preguntó es si había incluido la escena en la que la atacaban unos monos. Le dije que sí, es uno de los fragmentos breves. Pero lo que me llama la atención es que mi hermana quedó muy perdida en el libro. No me gusta eso. Al mismo tiempo, ella era muy chica y hubiera tenido que inventar demasiado. Las veces que le pregunté sobre viaje -mi hermana tenía nueve años- no se acordaba de nada. De los monos, de que comíamos poco y ya. Decidí ser fiel a eso. Apenas nos veíamos en la India. Por las reglas del ashram, los hombres y las mujeres estábamos todo el día separados. Durante el día me encontraba con amiguitos que me hacía y con los que jugaba a la pelota y con los que trataba de hablar en algo parecido al inglés. Me acuerdo de unos chicos de Washington. La charla era algo así como -Madonna. -¡Sí, Madonna!

Hace unos meses que vengo con un proyecto que empezó como algo casi terapéutico, cuando estaba angustiado. Es un híbrido entre la traducción, la poesía y el ensayo, en donde sigo mi viaje con Homero. El libro se va a llamar Fuerza y reúne todos los símiles de la Ilíada y la Odisea. Qué quiero decir: hay una frase donde dice qué es lo que está siendo comparado en el poema (por ejemplo: Ajax tira un piedrazo a otro y éste se cae desde una torre) y abajo viene el símil: “como un buzo”, que es una comparación que se repite cuando alguien cae, se sumerge en la muerte “como un buzo”. En general, los símiles son escenas bucólicas donde hay pastores; está el mar, está el fuego. Y también están cargadas de violencia: de repente hay un pastor mirando las estrellas con las ovejas y aparece un león y se come una. O de repente está el mar ahí, moviéndose, y de golpe se levanta una ola gigante y voltea un barco.


Empecé con este proyecto porque desde Memorial de Oswald y Otra vida me interesa la manera de ver el mundo de Homero. También cómo se piensa la poesía en relación al canto y la memoria, a la memoria de los que ya no están. Y también porque me interesa cierta relación entre las personas y la naturaleza. Es un mundo donde el borde entre el yo y lo que lo rodea es muy poroso; donde el cuerpo no existe como unidad sino que son órganos y miembros habitados por las mismas fuerzas que atraviesan la naturaleza. Si uno está furioso es porque un dios puso literalmente su aliento dentro de uno, levantándonos la temperatura, nuestro fuego. Las emociones y los pensamientos son literalmente procesos metabólicos. Y entonces te encontrás con un símil de un incendio forestal. Me conmueve mucho eso. En Homero, hay algo llamado kleos, que es una palabra que nombra el canto de lo memorable de una vida. No lo memorable de una vida sino el canto de lo memorable de una vida. La poesía como una forma de eternidad. Para las personas que habitan los poemas de Homero es muy importante ser cantadas, y es algo vital para la tribu, para la comunidad, para los que mantienen con vida esa identidad en el tiempo. Esta cuestión del kleos fue muy importante para escribir Otra vida. Quise cantar lo memorable de las vidas que fueron importantes para mí y ya no están. En el libro, la poesía es una lucha contra el tiempo, o por lo menos, un lugar que tiene otra dimensión del tiempo. Escribo en torno a lo que perdura, lo que sigue conmigo. 

     

Daniel Lipara nació en Buenos Aires en 1987. Otra vida (2018, Bajo la Luna) es su primer libro. Tradujo Aprender a dormir, de John Burnside (2017) y Memorial de Alice Oswald, junto a Mirta Rosenberg:

Lucas Fulgi, Anita Catania, Jotapé Rodríguez, Lucía Pol, Brian Olub y Maia Slipczuk, queridas y queridos talleristas con quienes leímos Otra vida antes de que Dani nos visitara. Gracias por la lectura compartida y la conversación. 

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viernes, 2 de agosto de 2019

Los arcanos de Paula Jiménez España



Es 10 de junio y nos reunimos, como todos los lunes de 18 a 20, alrededor de la mesa de madera de Espacio Sísmico. Estamos en la sala que da a la calle, por la que vemos pasar autos, personas y perros. Lavalleja al 900, la misma cuadra en la que está la Casa de la Lectura, esa biblioteca y punto de encuentro donde se presentan tantos libros. Hoy no vamos a leer los poemas de Lucas, José y Pilar. Nos visita Paula Jiménez España, poeta, astróloga, tarotista, periodista, psicóloga. Durante abril y mayo nos prestamos los libros de Paula como quien se pasa postas preciadas. Leímos casi todos sus libros (todos menos La mala vida, que felizmente se va a reeditar este año). Y la recibimos para charlar sobre lo que viene haciendo y lo que está en pleno proceso: una serie de poemas basada en los arcanos del tarot. A continuación, habla Paula:

Mirás por la ventana, mirás el paisaje. Un paisaje de montaña, un paisaje de playa. El encuadre del paisaje tiene límites; el espacio no. Paisaje alrededor es un libro de poemas basado en algunos de los viajes que hice, excepto uno que se llama “Costa marsupial” (le puse el nombre de un supuesto lugar geográfico para poder incluirlo dentro de la serie que es muy territorializada). Los poemas de Espacios naturales, en cambio, tienen que ver con un proceso de duelo que estaba viviendo y encontró un reflejo en el afuera. Durante una separación que transitaba, empecé a observar aquella primavera y a pensar en las estaciones, en los movimientos cíclicos. Y en los espacios naturales, de cambio, de diferenciación, que se abrían entre un hecho y otro. La naturaleza me enseñaba: yo veía en la naturaleza mi propio proceso. El yo está mirándose en ella a sí mismo. Creo que en Paisaje alrededor es al revés, son los paisajes los que le hablan al yo.

Nada de eso lo escribí in situ, en el lugar. Pero en Espacios naturales los poemas son más inmediatos, están en contacto directo con la naturaleza. En ese momento hacía kayak en el Tigre con Gabi Cabezón. Mucho de lo que se ve en esa escritura tiene que ver con el paisaje del Tigre. Hablo del río o del verde que veo por la ventana. También son espacios naturales que están adentro de la ciudad, por ejemplo el primero que escribí, el que le da nombre al libro. Estaba caminando por Parque Centenario, súper triste. Y de pronto vino esta idea de la circularidad, de que todo pasa, como la naturaleza lo muestra. Y me senté al pie del mástil, miré el verde, recordé el fin de semana en el delta y me puse a hablar de los sauces, en esos versos digo que salvo los sauces inclinados en el río, nada llora. 

Hay otro poema de ese libro en el que nombro a la avenida Díaz Vélez. Es de un momento en que iba andando en bicicleta en un día gris. Tengo la imagen: en las cunetas de la calle se juntaban las hojas caídas, esa especie de río de hojas. A veces creo que una impresión abstracta, cualquiera sea, anárquica, que aparece porque sí, que no tiene sentido, se transforma, se vuelve plena de sentido cuando la elige la poesía, por alguna rara conexión que hace con la propia subjetividad. Un río de hojas que vi millones de veces en la vida, pero que sólo en un momento se convirtió en un poema. Creo que antes no lo había visto nunca, que en realidad ahí lo vi por primera vez. Hay una película que se llama After life, donde la gente después de morir puede elegir un recuerdo, cualquiera sea. Una viejita se recuerda sentada en el banco de una plaza. En la otra punta del banco hay un marinero. No se sabe si tienen relación o no. Y vuela una hoja y los dos la miran volar. Ese es el recuerdo más feliz de su vida. ¿Entonces qué es, dónde está la poesía? ¿Dónde está la felicidad? Es una liberación la poesía en ese sentido. Te pone en contacto con lo sutil que te constituye. Con lo importante. Eso que se genera como un efecto mágico no tiene nada que ver con el capitalismo. La poesía es anticapitalista, no acumula, más bien tiende a vaciarte. Y no se produce en otro lado más que en la atención del poeta. Lo que el psicoanálisis llamaría atención flotante. 

Con los poemas de los arcanos el procedimiento se renovó. Es como si en cada uno de estos poemas que estoy escribiendo, se abriera una ventanita muy específica a una serie de significaciones asociadas a partir de una imagen. La atención está más condicionada porque cuenta con algo del saber. Hay algo que sé previamente. Sé sobre tarot, leo los arcanos, observé mucho los dibujos. Entonces cuando abro esas ventanitas (hay tantos poemas que son así, ¿no?, a partir de pinturas, de películas, disparados a través del arte visual) se presenta un objeto que me llama a investigar, a investigar de un modo particular. Se separa del conocimiento, pero forma parte del conocimiento al mismo tiempo. 

Ni jota es el libro más distinto de todos. Surgió a partir de la lectura o relectura de La familia china[1]. De hecho, hay un personaje que remite a lo chino popular, Bambú. Es una búsqueda de una escritura más rítmica, más agraciada, más disparatada. Es una prosa poética, al estilo de lo que hizo Coto en La familia china. A la vez, esa lectura me conectó con un ambiente familiar que me hizo recordar al mío. Vengo de una familia de españoles y en mi casa hacían colmaos. Todos los jueves se reunían, cantaban y recitaban. Desde muy chiquita, la cuestión del ritmo, de la rima estuvo presente entre nosotrxs. La poesía que se recitaba era Machado, Lorca, Hernández, Alfonsina, los libros que tenía mi mamá en la biblioteca. Esa es mi cuna poética, que a su vez es la de lxs herederxs directxs de otra cuna, la de la lengua española. A partir de La familia china regresé a otrxs extranjerxs, que eran mis españoles. Y conecté con la música. Es como dice Diana[2]: el balbuceo previo a la poesía, esa cosa musical que conecta a la madre con la criatura, es el antecedente de la poesía. El niño balbucea, la madre le canta. Hay un lenguaje que no es un lenguaje como lo conocemos. En Ni jota busqué ese pre-lenguaje, romper el sentido a través de la música. No sé si lo logré. 

La mala vida es una serie de dieciséis poemas sobre consumo de drogas en los noventa, el ambiente under de esos años. Lo que busqué con ellos era crear un objeto poético, mi horizonte era ese. Son poemas basados en experiencias propias. Pero las experiencias abonan a lo artístico. Respecto de la discusión sobre el yo lírico y el yo biográfico, siempre sostuve que toda mi escritura es biográfica en la medida en que puede ser biográfica la escritura artística: con ese bálsamo artificial, literario, que en verdad deja a la experiencia muy en segundo plano. Por eso podés decir cualquier cosa, porque nada en realidad te expone en un lugar cruento, porque está la poesía en el medio. Es como dice María Moreno, lo verdaderamente inconfesable no se escribe. O porque no se quiere hacerlo, o porque no se puede. 

Si no hay distancia lo que hay es catarsis. El procedimiento es la poesía misma. No es que sea necesaria la distancia, que tampoco es distancia estrictamente, porque sos vos misma, la que vive, la que escribe. Debería encontrar otra palabra para nombrar esa instancia de elaboración inconsciente. Lo que sí hay es un cierto alejamiento con lo concreto, con lo sucedido. Una imposibilidad. El lenguaje es esa operatoria de frustración y desacierto, es Saussure: cuando una dice “mesa” dice cualquier mesa, no dice “esta” mesa. Cuando escribís te instalás en ese abismo. En el mejor de los casos lo disfrutás, y en el peor de los casos te matás, como hizo Pizarnik. Porque hay una imposibilidad del lenguaje y de la comunicación. Creo que el arte está en instalarse en esa falta y producir. Yo gozo de esa imposibilidad, no me mata. Pero capaz si no formara más fila para morir escribiría genial, como Pizarnik. ¡Pero tengo otras cosas por hacer antes! Cómo te explico, cosas mundanas. 

Con respecto a la distancia, hay mucha gente que se siente muy expuesta o que siente pudor de mostrar ciertas cosas. No digo que nunca haya experimentado eso. Cuando presenté La mala vida vino toda mi familia, y yo hablaba de que había comprado droga en un conventillo. Y estaba mi mamá, que nació en los ‘40, sentada en primera fila. ¿Pero por qué lo pude superar? Porque para mí estaba la poesía ahí. Sos poeta además de ser la persona que fue y compró droga. Es complejo. 

A veces hay una defensa en esa distancia: “esto es todo ficción”. Es todo ficción pero también no lo es. A veces leemos cosas de la vida que se corresponden con la obra. Es raro llamar “distancia” a eso mismo que mostramos en la vida. 

En Espacios naturales pude escribir sobre un duelo en el mismo momento en que lo estaba viviendo, es la única vez que pude. Pero por ejemplo en La vuelta, volvía de una reunión con mis ex compañeros de secundaria y grabé todos los poemas en un grabadorcito porque no quería sentarme a escribir, estaba muy conmovida. Y el tiempo los convirtió en poesía. 

La casa en la avenida y Terrores nocturnos son libros escritos hace mucho tiempo. Aunque Terrores nocturnos se publicó en 2017, lo escribí en 2007. Y el otro es de 2004. ¡Estaba más cerca de la infancia! No sé si ahora trabajaría con el recuerdo sensorial. Creo que eso estaba más vivo para mí en mi juventud. Sigo buscando el detalle, pero desde otro lugar, en el lenguaje, en la precisión, en la música, ya no tanto la memoria del cuerpo. 

La obra es el libro. Los poemas se me aparecen en general en serie. Ahora, por ejemplo, estoy con una serie corta, muy corta, de cinco o seis poemas que no puedo hacer entrar en ningún libro. Es raro. Son sobre viajes también, pero solo por Latinoamérica. Y son de larguísimo aliento, con un tono muy distinto. Fueron escritos en un momento de mi vida que se contrapone mucho con este. Y siento que publicarlos sería una cosa rara. Acá volvemos a lo biográfico. Es en el único caso que digo: iba para allá y ahora estoy acá. Quizás haga un audio libro aprovechando que son muy musicales, un audio librito... 

Ahora estoy tratando de aminorar mi trabajo con las reseñas. Me gusta hacerlo, pero soy psicóloga también y tengo muchos más pacientes. Y si no resigno alguna actividad no puedo escribir poesía, ni nada. Pero siempre sentí que todo lo que hacía correspondía a la misma cosa. Tuve un bar y en el bar hacía ciclos de poesía, para mí esa actividad tenía que ver con la actividad artística. Y soy astróloga, que también es algo del orden de la lectura de un lenguaje simbólico, abstracto, como la poesía. Además soy psicóloga y me dedico a escuchar un discurso en los pacientes que tampoco es literal, que es contradictorio y caótico, como la poesía. Entonces siempre sentí que a todo a lo que me dedicaba era más o menos lo mismo. En los 2000, cuando no tenía laburo, me la pasé escribiendo. Era súper disciplinada. Escribí un montón de libros: Pollera pantalónEspacios naturalesLa casa de la avenidaLa mala vida. Tenía tiempo. 

Antes de publicar Terrores nocturnos lo volví a corregir. Medí todos los poemas, hice un laburo métrico. Quería hacerlo de esa manera. En su momento cuando lo escribí lo envié al Fondo Nacional de las Artes y recibí una mención. Me sorprendí, no es un libro al que le hubiera dado mucha bolilla. Pero sí le di en el momento de publicarlo con El ojo del mármol, porque quería laburar la cuestión formal. Es en el único libro que hice eso con tanta conciencia. 

En Espacios naturales el laburo con la forma fue más espontáneo, igual que La mala vida. Creo que en los poemas de los arcanos con los que estoy trabajando, se nota mucho la música. A veces me acompleja un poco. En lo que escucho leer y lo que vengo leyendo me parece que hay una tendencia a no trabajar tanto lo musical sino más en el sentido, una austeridad del lenguaje, una inmediatez. Me parece que se está produciendo muy diferente. Me siento clásica. Pero es algo que busco pese a todo. No siempre lo fui. Por ejemplo La vuelta no es tan clásico, en el sentido de la apoyatura musical que tienen estos poemas. 

A Diana le lees tus poemas y cuenta los versos y te dice “no, ¡cortá acá!”. Ella siempre me dice que yo tengo buen oído. Viste que Diana escribió ese poema hermoso que se llama “Sermón al silencio”, en Variaciones de la luz. Son catorce sonetos encadenados, ¡catorce sonetos! Y yo creo que de esa perfección formal pasó después a una escritura más descontracturada. Es una gran poeta que conserva su voz y al mismo tiempo se permite la movilidad. 

Me gusta la música y me gusta la rima. Me gustan mucho en ese sentido Mirta Rosenberg y Alejandro Crotto. Hace poco releí Madam y El arte de perder, de Mirta. Es una maravilla. Es perfecto cómo lo hace, la rima está en el medio, va sosteniendo el poema, es notoria además, potente. Pero no le gana nunca al poema, lo sostiene, lo acompaña. El problema es cuando la forma le gana al sentido, cuando lo envuelve como un moño de regalo y no lo podemos ver. 

Lo de cumplir con el patrón rítmico es algo que hacen bárbaro los músicos, pero no siempre. Fito Páez dice: “cuando me di cuenta estaba vivo / vivo para siempre de verdad” ¡¿Por qué?! “¡Vivo para siempre de verdad!” Digamos, agregaste “para siempre” y “de verdad”, hiciste mierda todo. 

No sé bien qué está diciendo verso por verso Olga[3], pero sostenidamente me conmueve. No preciso saber cosa por cosa lo que me dice. Hay algo de lo que está hecho el poema que compensa que no haya entendido todo, que no lo necesite. 

Les mostrás los arcanos a lxs diferentes tarotistas y hacen asociaciones diferentes. De hecho una carta depende de las asociaciones de la persona que la lea. Por suerte es así. Es poética porque no es certera. Si hubiera más permiso para la disidencia y la ambigüedad, no estaríamos así como estamos. 

Siempre me acuerdo de una cosa que leí de Kapuscinski, un cronista. Decía que en África lo más llamativo era la luz. Siempre me quedó eso. La luz es transparente, no se ve por sí misma, y él es lo que más recuerda. 

Este poema se llama “La luna”, que es el arcano dieciocho. Hay varios poemas que se llaman “La luna”. Este está inspirado en el arcano. Pero Borges tiene un poema de la luna, los poetas siempre hablaron de la luna.
 
Este se llama La emperatriz:




Son poemas influenciados por Olga Orozco, de versos muy largos. Olga era tarotista. El tema de lo esotérico me lleva a ella. Y la forma que fue tomando mi escritura me lleva involuntariamente a un libro que se llama Las montañas de oro, de Lugones, porque se me dio por apostar al gran edificio poético después de cosas mínimas, chiquitas, como La vuelta, por ejemplo. 

Son veintidós las cartas de tarot. Veintiuna y hay una que es el cero, El loco, que puede ir en cualquier parte. Son figuras arquetípicas, imágenes arquetípicas. Como no voy a escribir un libro sobre tarot sino un libro de poemas, hice una selección de algunos de los veintidós. Y por ejemplo La luna va a llevar un paréntesis que va a decir abajo “la poesía”. La emperatriz, “la gestante”. Voy a trasladar al tarot imágenes que no están en el tarot. En un momento pensé en escribir un poema por carta, pero no tiene sentido. Había cartas con las que no me enganchaba, con El ermitaño me salió un bodrio total. Viste cuando forzás la inspiración, no se produce. Creo que ya está. La muerte me está llamando. Lo último que escribí fue sobre El diablo. 

Hay personas con las que chequeo estos poemas. Algunas entienden de tarot y me dicen: pero mirá, eso no. A veces me tiento para el lado del poema y pierdo el objeto, y casualmente el poema lo siente también, y se resiente. Para esas cosas me ayuda la lectura de lxs otrxs. O pasa al revés, gana el sentido y pierde el poema. Busco una fidelidad lírica esotérica, ojalá pueda. A Nati[4] se los mando siempre grabados y es ideal porque tiene los dos conocimientos. Cada libro pide su interlocutorx. Pero ya no es como antes; antes era más dependiente de una mirada que está fuera de mí. 

[1] La familia china, de María del Carmen Colombo
[2] Diana Bellessi
[3] Olga Orozco 
[4] Natalia Romero 



Paula Jiménez España nació en Buenos Aires en 1969. Publicó los libros de poesía: Ser feliz en Baltimore (2001), Formas (2002), La casa en la avenida (2004), La mala vida (2007), Los pájaros (2007), Ni jota (2008), Espacios naturales (2009), La vuelta (2013), Canciones de amor (2015), Paisaje alrededor (2015), Terrores nocturnos (2017) y la antología personal El corazón de los otros (México, 2015); el libro de cuentos Pollera pantalón (2012) y la novela La doble (2018). En 2006 obtuvo el Primer Premio de poesía Tres de Febrero, en 2007 el segundo premio de relato corto LGBT Hegoak (País Vasco), en 2008 el Primer Premio Fondo Nacional de las Artes, y en 2015 un reconocimiento del Premio Nacional (Ministerio de cultura de la Nación). Dicta talleres literarios desde 2001. Como periodista colabora con “Soy” y “Las 12”, suplementos del diario Página 12.





Gracias a Pilar Otero, Lucas Fulgi y José Cordeiro, queridxs talleristas con quienes leímos la poesía de Paula antes de que nos visitara. Con ellxs armamos la picada, tomamos el vino. Sin ellxs esta conversación no se hubiera llenado de inquietudes y voces tan diversas.