viernes, 25 de octubre de 2019

Daniel Lipara: Otra vida




2019, taller de poesía en Espacio Sísmico. Durante agosto leímos Otra vida, primer libro de Daniel Lipara. Lo invitamos para seguir charlando sobre el ashram en India, lo que fue ese viaje para él y la manera en que la escritura transformó su experiencia y su memoria. A continuación, habla Dani.

El viaje a India fue durante las vacaciones de invierno de séptimo grado, a mis doce años. Volvimos y a los tres meses cumplí trece. No aparece la edad en el libro. Hay referencias a otras edades, hay un pasaje donde tengo seis, otro donde tengo once. Aparece, sí, el colofón, donde están las muertes de mis padres y la fecha en que terminé el libro. El colofón tiene algo de final de película, cuando te cuentan qué fue de la vida de cada personaje. La verdad es que la idea no fue mía sino de una poeta muy amiga y mi maestra, Mirta Rosemberg, que murió hace unos meses. Yo me resistí (justamente porque me sonaba muy de película) pero por suerte ella insistió.   
                                     
El orden de los poemas es el orden en que los escribí, así, uno tras otro, durante cinco meses. En realidad pienso al libro como un solo poema dividido en fragmentos. Escribí todos los días, fue una experiencia luminosa. Cuando terminé, probé lo del colofón y me gustó muchísimo porque me dejaba contar algo que el libro deliberadamente no abarca, que es la muerte de mis padres, sobre todo la muerte de mi madre, que fue a los dos meses de volver de la India. El colofón me dejó cerrar eso sin meterme en el tema, para el cual en ese momento -ni ahora- me sentía preparado. Era pesado y desbordaba la cuestión del viaje. El colofón fue una buena solución y también marca un vínculo vital y biográfico que es explícito y que está en el corazón del libro.

El proceso de escritura fue intempestivo. Fue como una excavación del viaje. Implicó mucha investigación, mucha rememoración. Y el viaje como narración me hizo tener una idea de dónde empezar y más o menos dónde terminar. Pero la verdad que no sabía muy bien qué iba a contar y qué no. Tampoco recordaba tanto el viaje, y lo que más recordaba eran pequeños destellos que son los que aparecen en los poemas breves, hacia el final. Otra vida empezó con las pequeñas biografías: la de mi tía, la de mi madre, la de mi padre. Y tenía mucho miedo porque no sabía cómo iba a llegar al viaje. Y una vez ahí, no sabía qué iba a pasar. No tenía control sobre la situación. Cada poema iba planteando un desafío y, al mismo tiempo, marcaba el camino.

Mirta me mandaba audios todos los días preguntándome: ¿Dan, escribiste? Vení a leerme. Iba a la casa, preparábamos unos mates, y le leía. La experiencia no tenía que ver con la de un taller sino más con compartir lo que estaba pasando, preguntarnos cómo iba a seguir, en dónde estaba. Creo que los dos estábamos igual de extrañados y aprendí de ella que el extrañamiento siempre es bueno. De hecho, Mirta y Flor, mi compañera, fueron las dos únicas personas con las que me abrí durante el proceso de escritura. Con los amigos lo compartí recién cuando lo terminé, creo que porque yo estaba muy desconcertado también. Me preguntaba todo el tiempo cosas como ¿a quién le va a importar que mi tía tuvo un cinturón gástrico? ¿Es poesía esto que estoy haciendo? Pero al mismo tiempo no quería saber, no quería cargar con las opiniones de los demás, no quería sentirme condicionado. Elegí esperar hasta el final y mantener como un pacto íntimo con los poemas.

En general la escritura fue fluida pero un par de veces seguí por algún lado que no funcionaba, que no iba bien. Es una experiencia física, como sentir que algo crece torcido. Podés trabajarlo y hacer que más o menos funcione pero estás incómodo. Las veces que me pasó no me quedó otra que reconocerlo, volver atrás, empezar por otro lado. O a veces puede ser cambiar una cosita.  Me pasó con el poema de la despedida de mi padre en Ezeiza. Es una escena hipotética que justamente abre el deseo de algo que no fue. Y las didascalias, esas anotaciones a los costados que se usan en el teatro, me permitían agregar información estratégica o marcar un contexto narrativo sin tener hacer que eso necesariamente formara parte del cuerpo del poema. Bueno, la didascalia inicial era algo así como “En Ezeiza”, algo súper general. Yo me sentía incómodo con ese poema y no entendía por qué. Una noche lo conversé con Flor y me dijo es cierto, esto no suena verdadero. Contame qué pasó en esa situación. La verdad es que mi papá no vino a Ezeiza, es una escena inventada, deseada por mí. Bueno, me dice ella, ese es el centro del poema, eso es lo que tiene que decir. Incluilo en la didascalia. Y ese cambio (“si Jorge el labrador viniera a Ezeiza”) hizo que todo se acomode. No sólo era información necesaria, sino que además le abrió la puerta al yo. O sea, hizo que el yo, que después pasa a ocupar el centro de la escena durante el viaje, entre al poema por el borde.

Ese para mí es el quiebre del libro, cuando se terminan las vidas de los familiares y empieza el viaje, donde se abre el yo. Sabía que en algún momento mi voz tenía que aparecer, hablar en el poema y contar lo que veía desde mí mismo, pero no sabía cómo. Escribir fue ir descubriendo la manera. Mi sensación es que ya estaba ahí, no había que inventar nada, no había que pensar en la arquitectura del libro o en cómo las referencias o los ecos… No era una cuestión de diseño, era sintonizar el poema. No quiero sonar esotérico, pero creo que esto pasa mucho: a veces sentís que hay una materia que te está llamando, que irradia algo y que necesitás expresarlo, escribirlo, explorarlo. Pero hay un momento en el cual ya es el poema el que empieza a tener su propia voz y que te empieza a marcar la manera. Es una voz propia que de repente se vuelve un poco ajena, un poco extraña. Y cuando empecé a sentir eso, por primera vez en mi vida, el compromiso con la escritura fue escuchar. Y no interferir. No interferir con mi mente, con mi voluntad, con mis lecturas. No interferir con lo que yo creía o no que era un poema. No interferir: tratar de sintonizar y seguir esa voz.

Hubo dos momentos fuertes de investigación. Uno fue con Sai Baba. Sai Baba fue un personaje del mal, un tipo que tuvo casi más denuncias por acoso sexual que fieles. Un personaje complicado. Al mismo tiempo, en internet no hay información biográfica concreta o fehaciente. Entrás al Wikipedia de Sai Baba y la información que encontrás es la de un santo, es una hagiografía. Es Wikipedia hablando de los milagros de este tipo. Hubo mucha investigación sobre su infancia, de ahí salió un poema de él. Y muchos videos del ashram al que habíamos ido, que están subidos en YouTube. De Puttaparthi, hay videos que muestran el mismo camino que hice. Fui recolectando todo eso a partir de videos filmados con cámaras muy viejas, porque hay imágenes más o menos de los 2000. Y el paisaje no cambió mucho. Ves los mismos edificios, y el ashram está prácticamente igual.

La otra investigación tiene que ver con una isla en Sicilia, una isla volcánica. Esto no fue deliberado, no estaba en mis planes. Digo, esa conexión genealógica, esa vibración mediterránea que viene de parte de la familia paterna. Ahí apareció Homero. Esa zona del poema surgió porque estaba leyendo La Odisea y en una nota al pie de una edición, en el Canto X, que es cuando Ulises llega a la isla de Eolo, dice “esta isla es…”. Esto pasó en medio del proceso de escritura de Otra vida. Me puse a investigar y me volví loco porque la historia de esta isla estaba conectada con lo que yo estaba escribiendo. Por ejemplo, con el sueño de Susana, donde ella dice que fue una sacerdotisa griega y describe un paisaje volcánico donde hay un templo y labradores. Lipari fue una isla de labradores, lo que también está contenido etimológicamente en el nombre de mi padre. Quiero decir, acá no hubo invención ficcional. Se trató de prestar atención, aceptar lo que ya estaba ahí. Esto cambió mucho mi percepción de lo que es ser un poeta. Siento que mi experiencia fue más pasiva y que mi trabajo, más que “crear” como autor, fue más el de ir descubriendo lo que ya estaba ahí, aceptar esa materia, aceptar sus voces, sus tonos, sus cruces, sus conexiones. Sentí que mi lugar fue más el de un catalizador, como un médium.

Nunca había sentido las cosas de esta manera. Yo tenía una forma de escribir que ahora me resulta muy lejana, ajena, y que tenía más que ver con imitar a mis poetas favoritos y con esta idea del poema como arquitectura verbal. Eso está muy bien y pueden salirte cosas increíbles. Pero me parece que tiene más que ver con el ejercicio (de la forma, de la imaginación, de la sensibilidad). El tema es que lo que escribía antes de Otra vida no tocaba algo que para mí esto sí: la sensación de que era estrictamente necesario. Este libro fue importante para mi propia vida. Cambió mi relación con ese viaje, con mi infancia, con tía y con mis padres. Hay mucho en juego ahí. Quise escribir sobre la India un montón de veces, pero no me salía bien porque en general lo que pasaba es que iba directo a lo sagrado, a la experiencia espiritual. Empezaba por ahí y el poema quedaba desbalanceado, no tocaba lo que tenía que tocar. Obviamente esto tiene que ver con que el tipo de poesía que me gusta o que escribo tiene que ver con la propia vida. Con la experiencia, con la imaginación y la memoria. Yo escribo sobre lo que conozco, sobre eso con lo que tengo una relación muy íntima.

Antes de escribir Otra vida, pasé un mes con Mirta Rosenberg traduciendo a una poeta inglesa joven, Alice Oswald. Ella tiene un libro que me gusta mucho, que se llama Memorial. Oswald viene de una formación clasicista y una vida académica, pero dejó todo y se hizo jardinera gracias a Homero, dice ella. Memorial recopila las muertes de unos doscientos soldados random de La Ilíada. No de los héroes (aunque está Héctor), sino de los extras. Lo que hace ella es ir contando cada una de esas muertes y en el medio poner un símil de La Ilíada y repetirlo dos veces como si fuera un coro.

Ahí descubrí a Homero. En Otra vida hay muchos ecos, pero no ecos como referencias eruditas sino cosas que me llamaban la atención por cómo me hablaban sobre la vida y el mundo. Por ejemplo en el diálogo entre mi viejo y mi vieja en Ezeiza hay un eco de un diálogo famoso entre Héctor y Andrómaca, pero yo lo invertí: mi papá hace de Andrómaca y mi mamá de Héctor. Traducir el libro de Oswald junto a Mirta me dio algo importante. No sabría muy bien cómo explicarlo, pero tiene que ver con la muerte y con lo que perdura de las vidas que perdemos. También con el mundo bucólico y nostálgico de los símiles, que es un mundo perdido. Y al mismo tiempo, una violencia enorme. Hay algo que me llama de esa violencia, de cómo el dolor y la belleza están totalmente entrelazadas. Creo que es algo que sentimos todos en general. Un recuerdo doloroso puede ser doblemente doloroso porque es hermoso y viceversa. Lo sentí de manera muy clara y ahí encontré un tono. Un tono muy nítido, casi neutro, que aparece sobre todo en las primeras biografías. Un tono medio frío, descriptivo. La experiencia de traducir Memorial, de meterme en ese libro y sentir ese lenguaje, me dio pista para empezar.

En Homero también está la cuestión de los epítetos, que son geniales. Me gustan mucho porque son fórmulas muy chiquitas que condensan la vida y la identidad de una persona. Quería algo de eso yo también, una atmósfera arcaica y al mismo tiempo contemporánea. Quería mis propios epítetos homéricos y entonces se me ocurrió buscar cómo era el significado de los nombres. Empecé por el de Susana y cerró perfecto. Dije: ¡“Flor de loto” es muy Susi! Y ahí seguí con mi mamá y mi papá, que explotó porque se conectó extrañamente con la isla de la que también viene su apellido y el mío.

Otra de las cosas más importantes para mí fue dar con el tono, que en un poema sería algo así como la disposición emocional que vos tenés con el material. El tono puede ser más seco, más sentimental, más solemne… Tiene que ver con cómo sentís y cuál es tu vínculo con eso. Y para mí el gran gran desafío para empezar este primer libro fue encontrar un equilibrio tonal, que no sé exactamente cómo describir. Creo que mi búsqueda fue que pudiera estar todo: que pudieran convivir los ecos arcaicos de Homero (con la sintaxis más rara, donde aparece un adjetivo antes del sustantivo) con el cinturón gástrico de mi tía Susana. Quise que todo eso formara parte de lo mismo porque en mí es así, forma parte de lo mismo. Esto se nota más al final del libro en es esto lo sagrado.

Escribir sobre la experiencia, lo biográfico, no tiene por qué ser hiperrealista. El realismo es una convención como cualquier otra y nadie siente ni piensa de esa manera. Anclar lo que sucede a lo que llamamos realidad es dejar de lado lo demás, quizás, o resignar algo que sí tiene que ver con la manera en la que percibís la vida. La naturaleza del mito de tu propia infancia está en contar algo a medias, algo velado, encriptado. O mejor dicho, escribir sobre la infancia es acercarse al mito.

Empecé Otra vida sabiendo dos cosas: que las personas tenían que estar “vivas” y que la escritura tenía que ser verdadera. Lo verdadero fue un asunto clave durante todo el proceso de escritura, o sea, cómo llegar a ahí. Cómo llegar y lograr que toda esa materia pudiera coexistir y sostener la voz del poema sin torcerla con tópicos o convenciones de la poesía. Todos leemos poesía y nos inclinamos por pensar que un poema es esto o lo otro; que tal poeta nos gusta y que escribir un poema es escribir así o asá. Esos códigos, esos ángulos de escritura, esas maneras, son importantísimas para formarnos y al mismo tiempo es importantísimo abrirse de eso, excavar y encontrar lo verdadero y lo necesario en la escritura.

Y la experiencia, diría, es física: la poesía no está y de repente está. Apareció cuando acepté las cosas que me mueven, lo que me inquieta y me está llamando a escribir, sin estructurarlas con las convenciones de un momento. Apareció cuando le damos un sentido a la forma, en qué querés expresar y cómo.  En Otra vida hubo dos poemas que quedaron afuera porque sentí con el cuerpo que chirreaban, eran resabios de otra manera de percibir la poesía. La sensación en general durante esos meses fue la de estar en una habitación a oscuras, tanteando. Creo que hay cosas insondables para quien lee y también para quien escribe, pero no creo que eso sea una limitación. Al contrario, puede ser muy inquietante.
De hecho, cuando la poesía se enfoca en un momento mítico (una relación amorosa, un momento de la infancia) siempre hay un núcleo insondable. Pero podés percibir algo de eso. En ese sentido todo ese background homérico que aparece en Otra vida siento que, para mí, está justificado por la infancia. Me adentré en una materia que tenía, de por sí, algo de arcaico. Arcaico o antiguo en el sentido de tu propia vida, tu pasado, y porque son zonas donde los mitos siguen hablando. No como una referencia, sino como raíz.


Cuando empecé a escribir sabía que contaba con los poemas cortitos, esos a los que yo les digo “símiles” y que tienen que ver con la atmósfera del libro de Oswald. Esas imágenes ya estaban adentro mío, el tema era cómo llegar ahí y que estuvieran cargadas de lo que tenían que estar cargadas, que expresaran lo que tenían que expresar y que el lector pudiera conectar con ese mundo. Pero más allá de esas escenitas en la India no tenía nada, no recordaba mucho. El desafío era llegar a esas pequeñas imágenes, a ese núcleo duro, a los recuerdos nítidos de ese momento. Y también llegar a esa exhalación más pausada del final. Los fragmentos breves llegan después de pasajes súper narrativos, casi novelados, y este orden fue importante porque la narración hizo que de repente, por contraste, generen otra cosa. Por eso era tan importante encontrar ese equilibrio en el tono, para que la escritura se abriera a lo demás. Y para que el yo se abriera también.




En el viaje la había pasado súper mal y estaba enojado con todos (el viaje, Sai Baba, mi tía, Shiva y con no sé quién más) pero sabía que era algo importante para mí, que me había marcado.  Sabía que algo de lo que sentía sobre lo sagrado, sobre la existencia, sobre el amor a mi familia, a mi compañera, a mis amigos había nacido ahí, en esos treinta días casi solo en el ashram. La escritura fue mi manera de volver a eso, darle un lugar. Las emociones “fuertes” no sirven para la poesía. Cuando estás demasiado feliz o enamorado o enojado con alguien la emoción suele ser más chata, unidimensional. Y la poesía tiene esa increíble virtud de habitar lo ambiguo. Quiero decir, fue a través de la escritura que pude reconocer nuevas dimensiones de ese viaje a la India; capas de sensaciones y de emociones que en mi vida personal, tomando una cerveza con un amigo, nunca pude. Ahí creo que hay algo transformador de la poesía. Literalmente transformador, en el sentido de que, de nuevo: puede ampliar la manera en la que experimentás algo, la manera en que pensás y percibís. Y también creo que, en ese sentido, la poesía excede al yo. Hay algo ahí que ya no es de uno solamente. Tiene que ver con los demás, desborda los márgenes de tu identidad.

Hay un poema en particular que hizo uso (y abuso) de un soporte dudoso, éticamente hablando, que es el monólogo de Susana. Todo ese pasaje es efectivamente la voz de mi tía. Me junté a tomar un café porque había cumplido años y aproveché para preguntarle cosas de la India. Ella estaba muy esquiva, tiene una relación rara con ese viaje. Pero en un momento empezó a articular esta manera rara que tiene ella de pensar, y de pensarse a sí misma, como una suerte de mensajera cósmica. Y la empecé a grabar sin avisarle. Era mágico lo que estaba diciendo, era increíble. En un momento se puso a recordar una escena con mi mamá, en la cual mi tía le cuenta el sueño donde ella dice que fue sacerdotisa griega. Yo venía de escribir el poema de la isla Lipari… Lo único que tuve que hacer fue llegar a casa, desgrabarlo y pulirlo un poco desde la forma, metrificarlo. No mucho más.

Qué quiero decir con esto de metrificar: muchos de los pasajes de Otra vida tienen un pulso métrico, en versos imparisílabos. Busqué ese tipo de versificación más regular para las voces o cosas que no eran tan mías, como Susi o Sai Baba o el poema de la isla Lipari. Pero la mayoría del libro está en verso libre y va intercalando imparisílabos con versos rítmicos tipo yambos, anfíbracos, anapestos (que es el tipo de música que viene de la poesía griega). Encontré que en la combinación de esos dos registros había algo que me prendía fuego y que me permitía pasar, en un poema narrativo, a un verso que de repente tuviera otro movimiento, otra energía, que estuviera diciendo otra cosa simplemente desde su sonido. Creo que esa es mi idea de forma libre, o por lo menos quise encontrar y proponer algo desde ahí.

A Susi no la invité a la presentación del libro. El libro empieza con ella y me pareció que se iba a sentir incómoda y que yo iba estar incómodo. Después sí me junté con ella y le pasé el libro. Y lo tomó súper bien, se puso feliz. Obviamente hizo una lectura cósmica del asunto, y ahora cada tanto me pregunta si estoy escribiendo algo nuevo y si estoy escribiendo sobre ella. Otra cosa incómoda para mí es el tema de mi hermana, que cuando le conté que estaba escribiendo sobre esto lo primero que me preguntó es si había incluido la escena en la que la atacaban unos monos. Le dije que sí, es uno de los fragmentos breves. Pero lo que me llama la atención es que mi hermana quedó muy perdida en el libro. No me gusta eso. Al mismo tiempo, ella era muy chica y hubiera tenido que inventar demasiado. Las veces que le pregunté sobre viaje -mi hermana tenía nueve años- no se acordaba de nada. De los monos, de que comíamos poco y ya. Decidí ser fiel a eso. Apenas nos veíamos en la India. Por las reglas del ashram, los hombres y las mujeres estábamos todo el día separados. Durante el día me encontraba con amiguitos que me hacía y con los que jugaba a la pelota y con los que trataba de hablar en algo parecido al inglés. Me acuerdo de unos chicos de Washington. La charla era algo así como -Madonna. -¡Sí, Madonna!

Hace unos meses que vengo con un proyecto que empezó como algo casi terapéutico, cuando estaba angustiado. Es un híbrido entre la traducción, la poesía y el ensayo, en donde sigo mi viaje con Homero. El libro se va a llamar Fuerza y reúne todos los símiles de la Ilíada y la Odisea. Qué quiero decir: hay una frase donde dice qué es lo que está siendo comparado en el poema (por ejemplo: Ajax tira un piedrazo a otro y éste se cae desde una torre) y abajo viene el símil: “como un buzo”, que es una comparación que se repite cuando alguien cae, se sumerge en la muerte “como un buzo”. En general, los símiles son escenas bucólicas donde hay pastores; está el mar, está el fuego. Y también están cargadas de violencia: de repente hay un pastor mirando las estrellas con las ovejas y aparece un león y se come una. O de repente está el mar ahí, moviéndose, y de golpe se levanta una ola gigante y voltea un barco.


Empecé con este proyecto porque desde Memorial de Oswald y Otra vida me interesa la manera de ver el mundo de Homero. También cómo se piensa la poesía en relación al canto y la memoria, a la memoria de los que ya no están. Y también porque me interesa cierta relación entre las personas y la naturaleza. Es un mundo donde el borde entre el yo y lo que lo rodea es muy poroso; donde el cuerpo no existe como unidad sino que son órganos y miembros habitados por las mismas fuerzas que atraviesan la naturaleza. Si uno está furioso es porque un dios puso literalmente su aliento dentro de uno, levantándonos la temperatura, nuestro fuego. Las emociones y los pensamientos son literalmente procesos metabólicos. Y entonces te encontrás con un símil de un incendio forestal. Me conmueve mucho eso. En Homero, hay algo llamado kleos, que es una palabra que nombra el canto de lo memorable de una vida. No lo memorable de una vida sino el canto de lo memorable de una vida. La poesía como una forma de eternidad. Para las personas que habitan los poemas de Homero es muy importante ser cantadas, y es algo vital para la tribu, para la comunidad, para los que mantienen con vida esa identidad en el tiempo. Esta cuestión del kleos fue muy importante para escribir Otra vida. Quise cantar lo memorable de las vidas que fueron importantes para mí y ya no están. En el libro, la poesía es una lucha contra el tiempo, o por lo menos, un lugar que tiene otra dimensión del tiempo. Escribo en torno a lo que perdura, lo que sigue conmigo. 

     

Daniel Lipara nació en Buenos Aires en 1987. Otra vida (2018, Bajo la Luna) es su primer libro. Tradujo Aprender a dormir, de John Burnside (2017) y Memorial de Alice Oswald, junto a Mirta Rosenberg:

Lucas Fulgi, Anita Catania, Jotapé Rodríguez, Lucía Pol, Brian Olub y Maia Slipczuk, queridas y queridos talleristas con quienes leímos Otra vida antes de que Dani nos visitara. Gracias por la lectura compartida y la conversación. 

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