V.Y.
foto: Consuelo Iturraspe
Verónica
Sonia, gracias por estar acá. Te leímos durante meses en el taller, viendo especialmente cómo se arma un libro, cómo es el dibujo de un poema, cómo es la música, cómo suena. No voy a hacer una larga presentación. Empiezo diciendo que sos docente, periodista, poeta, tallerista.
Sonia
No soy docente ni periodista. Es una cosa que me ha pasado en la web. En algún momento escribí notas para el Rosario 12 y coordinaba talleres. No me considero periodista ni docente ni nada que se le parezca. Me importa decirlo porque justamente no tengo ninguna identidad profesional. Cuando era jovencita me gustaba decir que era empleada administrativa, que es lo que fui durante treinta años. Trabajaba en una oficina, hacía registraciones. Era un trabajo perfectamente burocrático en un ámbito privado, chico, muy asociado a la normativa. Como soy una persona más bien reacia a la cuestión comunicativa, no me mandaban a atender a la gente. Trabajaba con los papeles, con los textos y con la interpretación de los papeles. Hice ese trabajo desde muy joven y por muchísimos años. A la par estudié dos carreras que no terminé. Llegaba hasta casi quinto año y en algún momento… Hay situaciones vitales, ¿no? Esto de trabajar muchas horas, de cosas que se van dando en la vida y que no sé: no tenía la aspiración de una carrera académica, aunque me gustaba mucho estudiar. Hacía el esfuerzo de darle continuidad, pero ese largo proceso del cierre siempre me excedió. Así que estoy libre de cualquier título, identidad de ese orden. Totalmente afuera.
El único lugar en el que sí creo que a la larga encontré espacio es en el de la poesía. Doy talleres hace quince años. Es un taller grupal que se da en una institución de acá, la Casa de la Cultura de la Asociación Médica de Rosario. Está dirigido a personas que no tienen ninguna relación previa con la escritura. Me encanta. Es muy hermoso lo que pasa en ese proceso, los descubrimientos que vas viendo. Esa sí es una actividad que me gusta y que disfruto mucho. He trabajado con libros de otras personas. Pero mi trabajo, el que hago a diario -además del taller que doy dos veces por semana- es un trabajo menos épico: trabajo con gente que está con su tesis de maestría y doctorado. Aunque son momentos épicos, porque es una tarea enorme la de ese proceso. Me resulta muy gratificante, aprendo de todo. Siempre es más fácil acompañar. Me encanta acompañar.
Verónica
Quiero hablarte de Diario del regreso, un libro de Edgardo Zotto. Se relaciona con lo que estás diciendo: que vincularte con la poesía es vincularte con otras personas. Venía leyendo a Zotto. Y cuando leí el prólogo que escribiste para su libro quise leer tu poesía. Además, un montón de amigas y amigos me venían hablando de tus libros, especialmente de El arte de silbar.
Sonia
¡Edgardo! Es una persona a la que extraño mucho.
Verónica
¿Él iba al taller que mencionaste?
Sonia
No, él ya tenía sus libros. El que estaba trabajando cuando nos encontramos fue Mayo del 68. Empezamos a trabajar en esos poemas y al año o quizás más tuvo una enfermedad. Seguimos trabajando. Él traía los poemas que después formarían parte de Diario del regreso. Era hermoso. Él escribía en cualquier lado -de hecho hay un poema en el que habla de eso-. Venía con una servilleta de esas de los bares. Manejaba muy mal la cuestión informática, entonces venía con la servilletita y pasábamos el poema. Después conversábamos sobre el poema. Era muy gracioso, a veces traía el mismo poema impreso ocho veces porque la impresora se le había revelado.
Fue muy hermosa la relación con Edgardo. La idea de ese libro fue de Osvaldo Aguirre. Edgardo falleció antes de que saliera Mayo del 68. Le conté a Osvaldo que Edgardo me había dejado unas libretitas. Entonces fue una propuesta suya, que era muy amigo de Edgardo. A la gente de Iván Rosado le gustó mucho la idea y por eso salieron esos dos libritos que para mí son preciosos: Mayo del 68 y Diario del regreso.
Me acuerdo de algo hermoso. El título Diario del regreso nació de una conversación. Él me decía que no le quería poner Diario del regreso. Decía: “Diario del hospital”, diario de esto, diario de lo otro -porque era del tiempo que había pasado internado-. “Por qué en cambio no le ponemos Diario del regreso?” Esas cosas las habíamos conversado. De hecho, trabajamos juntos hasta muy avanzada su dolencia. Para mí eso también fue una cosa muy impresionante. Claramente para él la poesía estaba directamente asociada a la vida. Era alguien que atravesaba dificultades. Su cuerpo estaba más vulnerable. Y sin embargo era una emoción estar, hablar de los poemas, leerlos. Hablar de un verso. Creo que todavía no dimensiono el valor que tuvo para mí esa experiencia.
Verónica
Hablás de la poesía ligada a la vida. Nosotras al encuentro de hoy le pusimos un nombre: “las mutaciones”. Es una palabra que resume el gran gesto que encontramos en tus poemas. Pienso en El arte de silbar y en cómo ese duelo se vuelve algo que no es únicamente pérdida sino presencia que se multiplica. En otro libro, Flores que prefieren abrirse sobre aguas oscuras, hay un verso que dice “propagados vencemos”.
Sonia
Que también es sobre mi papá.
Verónica
Esa imagen de la propagación me impacta. Siento que está muy presente en tus poemas, aunque sea imposible fijarlos, decir de qué hablan. ¿Estás escribiendo ahora? ¿Estás leyendo? ¿Cómo está siendo, ahora, tu relación con la poesía?
Sonia
Podemos hablar de las mutaciones en los procesos de escritura. Tiendo a asociar todo con la edad, con las etapas vitales, que para mí implican siempre cambios. Es muy diferente en esta etapa de mi vida la relación con la escritura a como lo fue durante una larga parte de mi vida. Empecé a escribir siendo muy chiquita y quedé muy apegada a la escritura. Empecé escribiendo poemas o lo que yo creía que era un poema. Y mantuve eso a lo largo de toda la adolescencia y la juventud. Pasar un día sin escribir era un horror. Si el día no traía unos versitos algo no estaba bien. Fue así por muchos años. Lo gracioso es que la primera vez que tuve la oportunidad de publicar ya tenía 32 años, ¡llevaba por lo menos veinte años escribiendo! Y el librito que quedó era de cuarenta poemas.
Para mí la cuestión es la relación con la escritura del poema. No con lo que eso diga de vos ni con la idea de una obra, sino la relación con la escritura del poema, con ese momento, con lo que pasa cuando eso sucede. Ahora -hace muchos años ya- no me siento a escribir. No encuentro una mejor manera de decirlo. Que no parezca negligente, porque no es negligencia. Es otro formato de la atención:
van cayendo los poemas. Van cayendo, nunca muy lejos del árbol. Los poemas van llegando. Después sí, en algún momento me siento y los miro: veo si conversan. En ese sentido diría que siempre estoy escribiendo.
Creo que todas las otras actividades que hago son para no molestar a los poemas, para no andarles encima, para no repetir esa escena de ansiedad de la juventud: “¡hay que escribir!”. Hay una manera de dejar espacio, es un proceso más lento ahora. Todas estas son hipótesis. No tengo la menor idea, les cuento cómo me imagino ese proceso. Creo que puede ser así porque ya hay una zona recortada. Después de muchos años hay algo que se recorta: modulaciones de la voz que trabajan en un registro. Se puede ir moviendo pero está demarcado, con matices, hacia dónde va la atención, lo que hace que algo llame a la escritura del poema.
Verónica
¿De pronto te encontrás atenta a algo del mundo que antes no? ¿O ese recorte del que hablás ya marca qué es lo que puede llegar a despertar tu atención?
Sonia
Si estás mirando algo que no habías mirado antes, la que habla de eso es la forma. No el tema, no un motivo, no una cuestión: es la forma en la que eso pasa la que marca que una mirada cambió. Y sí, siempre enfrento algo de ese orden. Tengo esta división -muy pobre- en mi cabeza: los poemas más largos y cantados y los más breves y conversados. Sé que se cruzan esas medidas de algún modo, esas magnitudes. A veces yo resisto y la voz hace algo sola: se va, puede expandirse, extenderse en el poema. Cuando es así, está asociado al canto ese proceso. Es una música la que puede darle sostén a esa duración -nunca una idea, nunca un argumento, no existe eso en la poesía como yo la experimento-. Y en el poema breve, el gesto es el de la conversación, como cuando decís: “pucha, viste aquello”. Es ese impulso. Cuando recién empezaban a aparecer esas dos vertientes recuerdo que me producían mucha incomodidad. Yo tenía una idea de qué eran los poemas. Tenía una idea literaria de la poesía -durante mucho tiempo la tuve, sobre todo siendo más joven-. Y los poemas no me salían literarios, me salían conversados.
Para mí, la marca de la relación con los poemas es la de sobrellevar una incomodidad, una inquietud. Eso me encanta. Ahora que soy más grande digo: esto está bien, porque me da no sé qué leerlo. O: me da no sé qué escribir esto, mostrarlo, entonces debe estar bien. Debe estar bien, en el sentido de que hay algo que yo no sé, que no puedo clasificar, que no puedo encajar en ningún lado. ¿Esto es una porquería? ¿Es una obviedad o esto hace algo? Convivo con eso con tranquilidad. En un momento dije: no lo sé. Chau, no lo sé. Si total pueden desaparecer. Y si no pasa nada, tampoco pasa nada. Lo que importa es la relación con la escritura, eso sí es central. No quiero dar una idea ingenua del asunto: si te dicen “leí el poema” o “me pasó algo con el poema”, eso alimenta tu relación con la escritura. Pero cuando escribo no pienso en nada. Me parece tan misterioso ese momento: como un regalo, como un privilegio. Eso para mí es algo central.
Verónica
¿Necesitás alimentar la curiosidad o simplemente está en vos? En una entrevista que te hicieron decís que no sos precisamente movediza.
Sonia
Me cuesta bastante viajar.
Verónica
Y quizás los viajes están asociados a mantener encendida la mirada, o algo así.
Sonia
A mí lo único que me produce viajar es estrés, no se me enciende ninguna llama. Entro en unos estados terribles, que mi compañera tiene que sobrellevar hasta que ya estamos en viaje -ahí ya me comporto de nuevo como un ser humano-. Y después de un momento ya tengo necesidad de volver. Para mí el viaje es lo que hace la mirada. No sé cómo decirlo. La percepción, mejor dicho, porque no es algo sólo visual. Me encanta mirar. En un viaje lo que me gusta es sentarme y mirar los árboles que pasan, las rutas, pescar bichitos. Hay una cosa que siempre es motivo de risa. A veces salimos en el auto con varias personas y yo voy, mientras Jandry maneja -yo no sé manejar-: mirá eso, mirá ese pájaro, viste tal cosa. Y ella me dice: “estoy manejando, no puedo ir a tu ritmo”.
¿Qué quiero decir? Que eso también me puede pasar acá, donde estoy ahora, donde me mudé hace un año y pico. Viví doce años en otro lado, cerquita de acá. Tenía que elegir un lugar donde trabajar. Y esta es una casa muy pequeñita pero tiene un quincho con una parrilla que ahora está tapiada por una biblioteca, más otras que agregué. Y lo que me encanta de este lugar es que puedo ver el cielo, los pájaros, tengo algunas macetas. Y ahí pasa el viaje, me parece.
Agustina
Qué interesante lo del viaje no con el cuerpo sino con la percepción, o con la mirada más allá de la visión.
Sonia
Pero cuando algo llega al poema es porque participaste con todo el cuerpo en esa escena. En esa escena -que en el momento de la escritura tiene ya un registro mental o una impronta mental- todo el cuerpo está metido. De dos maneras, me parece. Primero, porque todo el cuerpo estuvo ahí. Hasta en un sueño todo el cuerpo estuvo ahí. Después, porque todo el cuerpo vuelve a estar ahí en el momento de la escritura. Todo el cuerpo está dentro de la escritura. Entonces lo que opera ahí es casi -a veces me parece- hasta la traducción de un modo del cuerpo.
Yo no hablo mucho del cuerpo, excepto por algunas cuestiones que están más asociadas a la conciencia de la finitud que te trae el cuerpo, que para mí es muy importante. Imagino la escritura del poema como una cosa absolutamente corporal marcada por la presencia, por la participación física cuando escribís y cuando estás en un lugar donde algo aparece y llama. Y la voz después. Escribo en voz alta. Escribo constantemente volviendo a decir los versos porque si no no encuentro el que sigue. Si no los digo no sé qué viene. Todo es cuerpo en ese sentido. Me encanta que sea así.
Hay alguien que me hizo tomar conciencia de eso: soy una gran fan de Juan José Saer, un autor que conocí siendo muy jovencita. Tenía dieciocho años cuando leí la primera novela, Glosa, por recomendación de una gran artista argentina que fue mi profesora de filosofía, Liliana Herrero. Fue una especie de estallido. Por la voz justamente. Es voz la escritura de Saer. Lo seguía, esperaba la salida de sus novelas. En la Universidad del Litoral habían sacado un librito que se titulaba Una literatura sin atributos. Hay un texto ahí en el que dice que cuando escribe duele la espalda, duelen los pies, las manos, todo el cuerpo va teniendo sensaciones. Él decía esto: que se escribe con el cuerpo. Para mí sí. Lo que pasa es que se hace más consciente con los años. Te volvés más consciente del cuerpo con los años. Es una relación. En mi caso los años han traído algo muy interesante con relación al cuerpo. Antes lo vivía más como una interrupción de algo que la cabeza quería. Y sin embargo con los años se ha vuelto un vínculo muy amigable a través de la poesía.
Agustina
Hay varios poemas en los que hablás de este encuentro con tu cuerpo de ahora. En un poema le hablas a tu mamá. Es muy bello esto que decís de cómo con los años va cambiando el vínculo con ese cuerpo físico, palpable, que nunca es el mismo cuerpo que antes.
Sonia
Eso me impresiona de una manera muy hermosa. Por eso me parece frustrante la idea de perseguir un ideal del cuerpo. Es ponerle escollos a la vida. Te enterás de tantas cosas a través de lo que el cuerpo experimenta como cambio. Tiene una fuerza de conciencia el cuerpo, ¡tan extraordinaria! Confío mucho en él y en que voy aprendiendo sin saberlo, cada vez que cambia, recibiendo algo de ese cambio, algo como un mensaje, como un toque en la conciencia.
La única conciencia que conozco es la de la escritura. Me aburre el pensar como actividad en sí misma, aunque siempre me gustó la filosofía. Estudié Antropología y Letras. Creo que nunca estudié Filosofía porque para mí hay algo que tiene que anclarse, y en la filosofía me resulta muy difícil. Tengo un amigo filósofo con el que trabajo hace muchos años. Me encanta seguirlo, pero siempre en ese gesto, de seguirlo y pensando: ¡dios mío!, yo no podría hacer esto.
La tensión que implica el trabajo con un texto poético, en mi experiencia, es de una naturaleza muy diferente. Y el pensamiento para mí gira siempre en torno al lenguaje o al poema. ¿Qué quiero decir con esto? No se me ocurriría ponerme a pensar: el cuerpo tal cosa, el cuerpo tal otra, hacer una teoría digamos. No tengo ese tipo de impulso. Sin embargo, creo que la poesía piensa. Y me gusta el modo en que lo hace.
Florencia B.
Leyendo tus poemas encontré un intento de traducir todo el tiempo lo mismo, pero en un nuevo intento. Como dándole cada vez una vueltita más.
Sonia
Yo escribía mucho y publicaba poco. Suelen pasar muchos años entre un libro y otro. El primero que parecía producto de una voz -o al menos lo experimenté de esa manera- se llama Flores que prefieren abrirse sobre aguas oscuras-. Veía algo que ya estaba en el primer librito que había publicado, que era ese mundo familiar y una mirada puesta sobre esa naturaleza que aparece en lo cotidiano, en la infancia. Dos o tres cosas de las que en general no me muevo. Los sueños también.
Había salido el libro, y vieron que hay un momento de vacío después de eso. Ahora no me pasa -porque llevan tantos años los poemas conmigo cuando salen, que cuando salen ya estoy en el medio de otra cosa-. En esa época no era así. Los poemas de Flores… todavía estaban asociados con una aplicación a la escritura. Entonces me acuerdo que le dije a una amiga: ahora no sé qué voy a escribir. Ella decía: “vas a sacar otro libro”. Y yo decía: qué sé yo si vuelvo a escribir algo. Además escribo siempre lo mismo. Entonces pensaba: ¿tiene sentido? Para mí esa fue una pregunta importantísima, que quedó dando vueltas, con cierta angustia en ese momento. Y me acuerdo que la respuesta, más o menos, fue esta: puedo escribir lo mismo pero en el medio está el tiempo. Lo que pasa con el tiempo.
El tiempo es inaugural siempre. Lo inaugural es el tiempo -no el tema, ni el asunto, ni de qué habla un poema- sino el tiempo, que es único. En nuestra experiencia, personitas que nos vamos deshaciendo en este asunto del tiempo, cada momento -eso es lo que más le agradezco a la poesía- es verdaderamente inaugural. Lo inaugural de lo mismo. Ahí está el hecho de continuar con los ojos abiertos en esta cosa extraordinaria que es la vida. Eso me dio una gran tranquilidad. No digo que me dio impunidad -quisiera creer que no- pero sí tranquilidad. No tiene que ser más que esto. Ya esto es un montón, al menos para mí.
Hubo un momento difícil en la escritura, cuando pensaba en la forma. Es un proceso hermoso, pero ahí aparece la institución literaria. Para mí ha sido todo un trabajo desarmar ese lugar en relación con la escritura de poesía. Sin olvidar que muchas veces escribir es un deseo muy asociado a la lectura, porque es como hablar con otras personas. Leer es hablar con otras personas. La conversación me gusta como imagen porque la conversación se pierde. Y hay que volver a empezar. No es una conserva de lenguaje la conversación. Entonces me gusta esta imagen como imagen del poema: una conversación con el tiempo. Ahí hay algo que te ilumina en el momento en que eso se puede hacer presente. Pero sin el peso de “tener que”.
Cuando estaba estudiando surgió la posibilidad de trabajar en una cátedra como auxiliar. Era joven, tenía veintiocho años. Había eso de: “si escribís un artículo y hacés esto otro…”. Y a mí me encantaba eso, y me encantaba pensar, pero en un momento empecé a sentir eso en mí como algo vacío. Cualquier práctica de escritura que no fuera la del poema me resultaba vacía, como un cuarto con eco. La única escritura que experimento como real es la del poema. Y algunas veces otras escrituras que muy espaciadamente están asociadas a algo que me permite conectar con el proceso del poema. Y pará de contar. Disfruto de acompañar procesos largos con el lenguaje, por ejemplo cuando alguien está escribiendo una tesis. Esos procesos a veces están asociados a la enemistad con el lenguaje. No puedo sentir enemistad con el lenguaje; lo único que siento es agradecimiento. Suele ser un asunto desde dónde se entra a la lengua. Me fui por las ramas otra vez.
foto: Consuelo Iturraspe
Verónica
Antes hablabas de Glosa, esa novela donde se encuentran el matemático y Leto y caminan veintiún cuadras y hablan de una fiesta a la que no fueron. Conversan, se mueven. Ahí también pienso que hay un ejercicio de memoria muy cercano al que hay en tu escritura.
En tus poemas encuentro zonas muy ligadas al pasado y a la memoria, a ver qué pasa con cosas que ocurrieron en otro tiempo. Y también un presente muy fuerte. Encuentro ese movimiento paradójico, que para mí solo es posible en el poema. No es que encuentre esto únicamente en tu poesía, pero siempre me sorprende. Además siempre tiene características particulares.
Y hay un montón de poemas donde aparece la poesía -aunque no esté nombrada-. En el taller leímos “Ni para contar cinco” como tu arte poética. Hay una conversación con la poesía. Y están siempre los seres vivos, en movimiento. ¿Cómo no va a ser el tiempo el gran motivo? En un poema decís “no recuerdo estar/ frente a la lámpara/ ni tampoco la mesa de madera,/ pero los rostros sí…”. ¿Y qué cambia más que un rostro?
Ana
Hay una memoria activa y algo que parece paradójico es que no hay casi marcas de época. Quizás tiene que ver con el lugar que le das a los muertos. En varios poemas hay un diálogo con ellos, en una suerte de confusión constante entre pasado, presente y futuro. Y hay pocas marcas de época, como si lo que hubiera fuera más un adentro -un adentro de la casa, un adentro de los espacios- y pocos signos del afuera.
Sonia
Cuando una dice “el interior de una casa” -y también cuando ese espacio es el exterior- es casi siempre un espacio natural, para usar el título de una poeta que admiro y quiero, Paula Jiménez España, que tiene ese libro precioso, Espacios naturales. Pero la temporalidad puede tener otra matriz. Los poemas van a lugares donde la condición de la temporalidad es otra: o son pequeñas escenas o son sueños. Hay muchos poemas que son sueños. O es el espacio natural, donde está la marca de la naturaleza, la variación estacional, la variación del tiempo físico, la luminosidad. Es lo que me parece además tan atrayente.
El cuerpo que envejece, como el mío, es un cuerpo que recupero en el de mi madre, en el de mis tías, en el de mis amigas, en el de mi compañera, en el de mi papá, en el de mis hermanos. Vivo eso de una forma muy celebratoria, no como una cosa que me pese. Sí como persona, quizás. Como persona puedo decir: qué bueno estaría volver a tener treinta. Cuando pasé la barrera de los cincuenta me llamaba mucho la atención ver a una persona joven caminar. ¿Vieron cuando tienen la mirada dispersa y de pronto alguien entra en el campo visual? A veces íbamos en el auto y yo decía: Jandry, mirá esa carita. Recuerdo esa sensación: todo está ahí. Digamos: todo está todavía por hacerse, todo está todavía por ocurrir. Nosotras -mi compañera y yo- tenemos una edad muy parejita. Y nosotras ya no íbamos a volver a conocer esa sensación. Después hacés un giro, conocés otras sensaciones con el tiempo, que están muy bien también.
Es el orden de la experiencia lo que a mí me emociona. Me emociona que sea algo único, que no va a volver a pasar. Me emociona lo irrecuperable de eso, como un don. Es así gracias a la poesía, como si el lenguaje tuviera una capacidad ahí que no sé si tendría mi cabeza. Es el lenguaje el que puede eso, no yo. Y lo tomo como algo que me deja ver. Es una gran emoción del día lo que llega con el poema, la cosa del día a día. Por eso creo que el viaje no entra en el paradigma. Porque para mí el viaje es la ruptura de eso: el viaje rompe mi rutina, me saca de los lugares conocidos. El viaje me demanda atención -cuando estoy acostumbrada a que las cosas me llamen la atención y no tener que estar atenta-. Como si fuera una perturbación el movimiento, salvo bajo condiciones muy peculiares.
Entonces, creo que en mi escritura la temporalidad está más asociada a la experiencia. No quiere decir que no haya una preocupación histórica. Hay un sentido muy fuerte para mí de la historicidad, pero no desde el lugar de la cultura -vamos a decirlo así- sino desde el cuerpo, lo que llamamos naturaleza. O lo vivo, lo cotidiano. Es una cosa rara el tiempo y lo cotidiano. No se termina de entender qué es lo cotidiano, no se termina de saber a qué llamamos “cotidiano”. En verdad siempre está pasando algo completamente difuso ahí. Y los sueños. Soñar es lo más. Escribir poemas y soñar. Me voy muy agradecida -cuando me toque- de esos órdenes de experiencia. Y leer, conversar, como las mejores cosas de la vida. Todo lo demás va y viene, pero eso ancla. Creo que eso se aprende con el poema. En mi caso ha sido una educación sentimental la poesía.
foto: Consuelo Iturraspe
Verónica
Al leer tus libros siento que van de la elegía a la celebración. Nos fijamos qué edad tenías cuando salió cada uno. Los de tus treintas y tus cuarentas son quizás más oscuros -aunque ninguna palabra alcance-. En cambio, La felicidad de los animales: hay que animarse a la palabra “felicidad” para una obra reunida. Me parece un gesto amoroso y arrojado, sobre todo porque creo que muches llegamos a la poesía desde un lugar más ligado a la pérdida. Hablo de creencias que ligan el poema a mirar más lo que se va. Pero la poesía lo mezcla todo, trabaja con las mutaciones, por ejemplo cuando algo que no está más se hace presente de otras maneras. Además creo que tenemos contextos de lectura cada vez menos religiosos. Gracias a un poema como el tuyo, del padre que ahora es el pajarito que está cantando, me pregunto cosas como cuántas vidas tendremos. Es alucinante ver cómo se abre el presente en La felicidad de los animales. Un presente tan pleno.
Sonia
Los libros están compuestos por poemas escritos en épocas muy diferentes. No tengo un proyecto de escritura. En algún momento hay un corte temporal. A veces sé que hay algo ahí y lo empiezo a rondar, es algo que voy descubriendo. Nunca sé nada: voy encontrando cosas. La felicidad de los animales salió en 2021. Los primeros poemas son de 2012 y hay otros que fueron escritos en 2020. ¿Qué quiero decir? Que cuando escribí los últimos poemas estaba totalmente sorprendida. Primero, porque no escribo poesía en la que juegue lo amoroso -y en estos poemas sí que está-. Fue un descubrimiento. Ahí está otra vez la idea de lo inaugural.
Fue algo totalmente inaugural que en esta relación que establecí con mi compañera actual -con la que estamos juntas desde hace más de una década- apareciera esa poesía. Había escrito algún poema que tuviera tono amoroso cuando era joven y lo censuré brutalmente. Nunca me sentía cómoda. Siempre me parecía que terminaba en lugares donde estaba completamente desconectada de la emoción, o que esa emoción se retorizaba a una velocidad impresionante. Lo que pasó con La felicidad de los animales es que muchos de los poemas aparecieron apenitas después de los poemas de El arte de silbar, donde lo más marcado es ese duelo y ese reencuentro extraño. O sea que el tono de muchos poemas de La felicidad de los animales está cercano a los poemas de esa voz que había aparecido en El arte de silbar. Pero en el medio apareció Últimos veraneantes de febrero. Y en algún momento llaman a una cosa, y en otro a otra. Y mientras tanto todo va pasando con la vida, eso es lo verdaderamente apasionante del asunto, esa conjunción del lenguaje con lo vital. Me acuerdo que estaba muy incómoda cuando recién escribía esos poemas. Y que me daban mucha felicidad.
Verónica
Es una felicidad llena de contrastes. Y esa no pureza atraviesa. Escuchándote hablar del cuerpo y viendo cómo aparece el tiempo en tus poemas, aparecen dos palabras para mí: sabiduría y tranquilidad. Además de escribir, ¿te guía alguna otra cosa en el día a día, otra práctica? Leyéndote siento lo contrario a la ansiedad, una paciencia ante los procesos de la vida, donde todo tiene su lugar.
Sonia
Hice yoga cuando era más joven, pero no lo asocio con eso, sino con cierta búsqueda de un pequeño equilibrio, porque la vida siempre te desborda. Mi vida, por otra parte, se divide así: cuando era joven y ahora.
Verónica
¿Y cuándo termina la juventud?
Sonia
La mía terminó, según mis hermanos, a los tres meses de nacida. ¡Ya era vieja según ellos! Nací vieja, esa es la teoría de mi familia. Era de esas criaturas serias, melancólicas. La juventud la conocí más grande. Lo que en general está asociado a la juventud lo experimenté siendo ya mucho más grande. Pero diría -acá también estoy arriesgando una hipótesis- que para mí fue muy desafiante el mundo. Vengo de una familia muy amorosa pero de padres grandes. Mi mamá y mi papá eran muy grandes cuando nací y cuando nació mi hermano menor. Tengo otro hermano que me lleva trece años.
Me enseñó a leer mi mamá cuando era muy chiquita -tenía cuatro años- con unas revistas de historietas. En mi época existía el Patoruzito. Mi hermano mayor leía lo que ahora llaman cómics: D´Artagnan, El Tony. Mi mamá me enseñaba a leer con esas revistas y se preocupaba, me decía: “no sé si enseñarte a leer con esto, porque vas a hablar mal”. El lenguaje escrito fue desde muy temprano una forma de procesar todo lo que me preocupaba, me perturbaba o me daba miedo, de lo que no podía hablar. Pero también era una diversión, la aventura, el descubrimiento, la belleza.
Hay una gran necesidad de encontrar un caminito para que el mundo no te parezca tan hostil. Yo salía de ese espacio de la familia y todo lo que estaba afuera de ese espacio nuclear me resultaba incómodo, desajustado. La lectura y la escritura fueron formas de procesar eso. Y después, el psicoanálisis. Descubrí una cosa extraordinaria en un momento, que está asociada a la escritura de Flores que prefieren abrirse en aguas oscuras. Hubo una etapa en que en mi familia nos tocó atravesar la enfermedad de seres queridos, acompañar procesos largos. Me acuerdo que ya no estaba en análisis y me sorprendió a mí misma la forma de estar frente a eso. Ahí es cuando te enterás si algo de lo que estuviste pensando cuajó en algún lugar.
Me da pánico la idea de sabiduría, ¡una no sabe nunca nada! Lo que hacés -al menos lo he intentado- es tratar de saber cuáles son las cosas que verdaderamente te hacen mal. Empezás a saber en qué lugares no querés estar. Me interesa relacionarlo con el proceso de escritura. Para mí la escritura es un lugar donde algo se equilibra. Algo se ordena, se ubica. ¿Entonces qué hacía la escritura para mí, entre otras cosas? Regulaba el exceso de angustia.
Asocio la escritura a una búsqueda de un lugar. Siento curiosidad por eso. Siento curiosidad por la forma en que los seres humanos nos ubicamos frente a lo difícil de las experiencias humanas. Son difíciles las experiencias. Tengo esta imagen, de hace unos cuantos años: ir en el coche con mi compañera, por una ruta, conversando. Llama una de las chicas, una de sus hijas, con unas preguntas. Seguimos en la ruta. Me acuerdo que yo iba mirando. En un momento, dije: ¡dios mío, todo lo que les falta! Pensé: ¡si tuviera que volver a pasar por todo eso!
¡Lo extraordinario que es construir una vida! Es algo increíble, verdaderamente extraordinario. Y para mí, el filtro de eso son la escritura y la lectura. Es como si tuvieras fogonazos de estar ahí. Esto es: fogonazos de estar. Como todo el mundo, tenés tus días buenos y tus días. Lo que se condensa en la escritura va más allá de la persona. Porque justamente la escritura trabaja con lo común. O sea, hay algo del orden de lo propio; pero lo que está ahí, la verdadera levadura del poema, es lo común del lenguaje, lo que te viene de otras personas.
Para mí la que tuvo esa marca de interioridad fue la primera poeta que leí, Alfonsina Storni. Todavía la leo mucho. Me asombra la diversidad de cosas que miraba. Hay días que me despierto acordándome de un poema suyo. Hay uno que se llama “Palabras a un habitante de Marte”, que es muy irónico. La ironía es una cosa que atraviesa mucho su poética. Eso fue lo primero que me cautivó, esa conjunción. Es una poeta que habla mucho de la vida y la muerte, de la temporalidad y del cuerpo. Independientemente de que ella ponga más énfasis en lo amoroso o en la maternidad -una experiencia que no he hecho-. Ese momento de estar adentro de algo que el lenguaje moldea, eso está en Alfonsina. Y la música. Los versos de Alfonsina son preciosos. La forma que tenía, las medidas que elegía, incluso la variación a la que se animó cuando escribió Mundo de siete pozos.
Antes de conocer a Diana Bellessi -una poeta y una persona muy importante en mi vida y en mi escritura- la otra poeta que fue una marca fue Amelia Biagioni, que había sido alumna de Alfonsina. Alfonsina era maestra primaria y Biagioni había sido su alumna. Amelia también tiene esa primera etapa más modernista. Aprecio mucho la medida del verso. Me encanta leer poesía que suena, no me molesta la rima. Vieron que hay un momento -por lo menos yo lo atravesé-, de “no me traigas nada con rima, ¡basta de endecasílabos”. Ese momento para mí tiene que ver con un ajuste de la voz. Después pasó ese momento. Hace un tiempo leímos -con un grupito de gente nos juntamos cada tanto a leer- Muerte sin fin, de José Gorostiza, un poeta que me vuela la cabeza. Tiene una sonoridad métrica fuertísima. Es un poeta de principios del siglo XX. Muerte sin fin es de los años 30.
Me alivia pensar que no tengo que saber para escribir poemas ni para leer poemas de otras personas. No es el saber lo que sostiene eso. O en todo caso, si hay un saber, es muy práctico, de la praxis, muy de lo que se estructura siendo. Para mí es muy liberador eso. Siento una gran conexión con esa posición de escritura. Si tuviera que saber por qué voy a escribir algo, no podría escribir una palabra. Escribir es como una cancioncita. ¿No les pasa que están haciendo algo y se ponen a tararear? Eso que llega como venido de otra parte. Me encanta esa sensación de lo que no tiene propósito.
Y hay una gratuidad necesaria, me parece a mí, en lo vital. Me pesaba terriblemente que todo tuviera que tener un sentido, un fin, encajar en tal cosa, funcionar de tal manera, pertenecer a cierta manera de escritura. Todo eso era un agobio infinito que me alejaba de la escritura del poema. Creo que parte de la construcción fue liberarme de eso. Me acuerdo de un poema de Alejandra Pizarnik que se llama “Las grandes palabras”. Es una especie de gran ironía sobre la palabra “nada” y la palabra “siempre”. La palabra “alma” o la palabra “corazón” las uso todo el tiempo. El poema habla donde esas otras palabras tienen sentido. Y en algún momento, estoy segura, se me pasó por la cabeza: ¿usar la palabra “alma”? ¿Qué es el alma, qué es el corazón? Cuando todo eso se fue, fue como empezar de nuevo. Cuando eso decantó, cuando eso dejó de importarme, cuando no me sentí obligada a nada que no fuera lo que estaba en el poema fue otra vida. Otra vida. Porque para mí es central la relación con el lenguaje. Y creo que de ahí viene también la felicidad. De que no te querés aferrar, ¿me explico?
Por eso también está esto de tener ocupaciones: porque cuando tenés mucho tiempo puesto en algo te ponés cargosa. Hay una cosa hermosa que dice Juanele: no hay que ponerse pesados con el poema, no hay que estarle encima. Habla del vilo lírico, en ese texto que se llama “En la peña del Vértice”. Entonces dice: no ponerse pesado. Incluso ahí hay una idea hermosa de la distancia, de la imagen que surge en la distancia.
Me gusta mucho una cosa que he ido encontrando en muchas poetas y muchos poetas que me encantan, y en narradoras y narradores. Me encanta leer narrativa, está llena de poetas la narrativa, empezando por Saer; son poetas que hacen las cosas de otro modo. Y una cosa que siempre me impresiona es la referencia al sesgo. Es decir: la mirada oblicua. Hay algo que nunca puede trabajar en el foco, siempre tiene que estar medio desenfocado para que el lenguaje llegue ahí. Asocio esa idea de lo desenfocado con un tipo de atención particular y con un tipo de relación con el lenguaje. Si no ponés esa luz encima todo el tiempo, pueden pasar otras cosas.
Hay un texto de Saer que me encanta. Se llama “Por el gusto de escribir algo”, publicado en los Papeles de trabajo. Dice:
“Por el gusto de escribir algo: después de muchos días de silencio escritural me ha asaltado en el baño, mientras me lavaba las manos, antes de irme a acostar, el deseo de estar, a la luz de la lámpara, escribiendo. Deseo de escribir; no de decir algo. Pero deseo, también, de escribir en tanto que escritor: sin que ninguna razón, como no sea el deseo de estar a la luz de la lámpara, escribiendo, haya motivado mi acto. Mecerme en el equilibrio infrecuente y perecedero de la mano que va deslizándose de izquierda a derecha, oyendo los rasgueos de la pluma sobre la hoja del cuaderno, victorioso por haber comprendido por fin que el deseo de escribir es un estado independiente de toda razón y de todo saber, liberado de toda exigencia de estructura, de estilo o de calidad, y lleno del silencioso clamor de las palabras que no son de nadie, que nadie puede acumular ni guardar para sí -la voz del mundo y de cada uno que resuena a través de mí en la noche apacible-. Cada vez que este deseo me viene, trae consigo la validez del universo entero y la de esa partícula sin nombre del universo que soy yo mismo.”
En el año 75 escribió esto, era muy joven. Cuando lo leo tiene un efecto mantra. Si me estoy por olvidar por dónde viene la cosa, tengo mis talismanes -este texto y otros-. Hay un poema de Diana que se llama “El misterio es cerca”, de La edad dorada, que me encanta. ¡Esto es!, el misterio es cerca. ¡Esto!, por el gusto de escribir. Es decir, todo lo que le quite pretensión, intencionalidad o cualquier intento de que ese poema se esgrima como algo mío. Es decir: todo lo que ayude a mantener la conciencia de que si algo pasa en la escritura, pasa desde otro lugar, no desde el yo de quien escribe sino desde el atravesamiento que la posibilidad de decir yo, en la lengua, hace que sea un lugar de reunión, no de exclusión. No es un yo como un pronombre que excluye lo colectivo sino todo lo contrario: es un lugar de pasaje hacia las otras… no solo personas: hacia los otros seres.
Un poema puede hablarle a la luna, a un pajarito, a una planta, a un lugar. Un lugar como un pasaje abierto, un lugar que te deja pasar, no que te ata y te retiene y te carga el lomo de problemas. Eso me gusta mucho. Pero eso ha llegado con la edad, con el tiempo. Mucho tiempo. En el medio hubo infinitas elucubraciones sobre qué era escribir poesía, qué no era escribir poesía, a quién había que leer, qué se podía leer, qué no se podía leer, por qué escriben esto, por qué no escriben aquello. En un momento te vas a dando cuenta que es una tontería todo eso, que por ahí no pasa nada real para mí. Ahí hay otra frecuencia de problemas, que son perfectamente legítimos, pero que no hacen al proceso de escritura en mi caso. Mi escritura no pasa por ahí, y si la hago pasar por ahí, ¡silencio mortal! Entonces diría que es como ir sacando el ruido. Mucho tiempo de sacar ruido y ruido y ruido. De esperar que haciendo ese espacio, cada tanto, lleguen los poemas. Eso es hermoso, todo eso tiene sentido. ¿No les pasa cuando escriben un poema y les gusta? No importa si después -todas atravesamos ese momento- decís: esta porquería. Pero vieron que está ese primer momento de euforia, de: ¡acá hay algo! Después hay un trabajo que hace que eso se asiente.
Tiene su belleza todo ese proceso. Con el tiempo la representación que me hago es la de alguien que se la pasa sacando los yuyitos. Sacás los yuyitos: no podés hacer crecer las cosas. Las cosas crecen o no crecen, una semilla fructifica o no. Ahora; para que le vaya bien necesita ciertos cuidados (y a veces, ¡ni así!). Esa puede ser tu tarea diaria: aprender cómo cuidar, mejorar el espacio donde eso puede aparecer, saber que no hay que apurar nada y saber perder. Hay cosas que se pierden y hay que dejarlas ir. Eso para mí es parte. Son cosas hermosas de la escritura. Me interesa mucho la forma en la poesía, pero siempre a través del oído. El oído es lo central. Esto que dice Levertov, que me encanta: lo de la poesía exploratoria. Desde que tenía un poco más de treinta años no recuerdo haberme propuesto escribir -creo que esa actitud se terminó alrededor de esa edad-. Ahora simplemente escribo. Me sale mejor, me sale peor, me siento más contenta o menos, me doy cuenta de si hay algo que está asomando. También hay cosas que descarto y que con el tiempo miro con otros ojos.
¡Una entiende tan poco lo que hace! Por ejemplo ese poema, “Ni para contar cinco”, lo agregué a último momento. Me gusta que en los libros haya un efecto de hospitalidad, de recibir. Buscaba un poema que abriera la conversación y me acordé de ese poema. Siempre es misterioso trabajar en un libro. Me gusta la idea de la intuición. Imprimo los poemas, los meto en una de esas carpetas en las que se pueden mover con facilidad las páginas. Cada tanto paso las páginas y digo: este tendría que ir acá. Y después otra vez. Lleva mucho tiempo, es una cosa que vas escuchando.
Últimos veraneantes de febrero tiene dos partes. Empezaba con “Ni para contar cinco” y lo iba a cerrar con “Abrazar el viento”, un poema de un sueño en el que estamos mi hermano menor y yo en el río. El libro podía haberse cerrado como un circulito y decidí que no, que iba a terminar con “Deriva del sueño”, que era como si el libro se perforara. Ese poema se iba para otro lado -tenía que ver con cosas que estaba escribiendo en ese momento, que en algún momento me sentaré a mirar y formarán parte de otro libro-. Me acuerdo que mandé el libro y que pensé ¡ay, pero qué estúpida!, ¿cómo dejé este poema? Reconciliarme con esa decisión fue parte. ¿Qué seguridad va a haber en los poemas? ¡Ninguna!
Me perturba cuando alguien dice de otra persona: “tiene una obra despareja”. Si le escucho decir eso a un crítico, que es un profesional de la literatura, está todo bien, es su trabajo. Cuando lo escucho como juicio de alguien que escribe a otra persona que escribe, me produce molestia. Porque ¿qué estaríamos pidiendo? Le presto atención a esos saltitos de alarma. Alguien que escribe necesita sacarse muchas cosas de encima porque hay una institucionalización de la escritura que te pasa factura todo el tiempo. Y si querés escribir te lo tenés que sacar de encima de algún modo. Una cosa que he buscado es justamente lo desparejo. No sé cómo decirlo: me da tranquilidad. Mientras los poemas hablen está todo bien. Hablan, no predican. No pontifican: hablan. Conversan. Eso para mí ha sido también una cosa liberadora, hermosa, que le debo a la escritura.
Me ha gustado siempre estudiar. Fue difícil despegarme del discurso del saber, del conocimiento, de la valoración de esos discursos. La poesía me emociona, me conmueve, me atrae; no pasa por ahí. Ha sido todo un trabajo. Intenté estudiar dos carreras y fueron muchos años de estar en un ámbito académico. Me he tenido que desarmar de ese lenguaje. Recuerdo poemas que eran como una tesis, una cosa espantosa, digamos. Y hay que desarmarlo. Esa es la cosa que a mí me encanta: lo que se desarma y se desarma y se desarma.
¿Les pasa tener esa lucha con la voz propia? Que no significa que todo me da lo mismo. Trabajo, dejo mucho tiempo los poemas, me voy enterando. No me da para nada lo mismo. ¿Pero dónde está el punto de anclaje para cada quién? Creo que eso es lo que hay que cuidar. Cada quien ancla en un lugar. Tenemos kilómetros de playa con la vida humana. Digo, ¿qué problema hay? Anclás acá, anclás allá. Están todos los botecitos digamos.
foto: Consuelo Iturraspe
Verónica
¿Pensás que hay un solo lugar donde anclar? Comentabas que con el correr de las edades hay algo que va cambiando también. Al mismo tiempo hablabas de algo que permanece intacto.
Sonia
Casi siempre te vas dando cuenta por las otras personas de eso. Por ejemplo “Flores que prefieren abrirse en aguas oscuras” -el poema que abre el libro y que le terminó dando título al libro- es un poema que escribí porque leí una traducción que hizo Diana de un poema de Mary Oliver, que se llama “Los lirios se abren sobre el agua oscura”. Me vuela la cabeza. La primera vez que lo leí, lo leí a través de esa traducción. Y fue amor a primera vista con la poesía de Oliver. Claro, mediada por una traducción impresionante, como la de Diana.
Hablo de todas las mediaciones necesarias. No es: “esto que sale de mí” sino que lo veo más como: “esto que viene a mí”. Hay una cosa linda que leí el otro día, de Julio Ramón Ribeyro, un narrador peruano. Me enamoré locamente de él. Es cuentista sobre todo, publicó los primeros libros en los años 50 y murió en el 90. Dice que para él su tarea es ética y estética. No porque él tenga unos valores que quiera transmitir a través de lo que escribe -aunque sí tiene un lugar de elección, es más, la compilación de sus cuentos se llama La palabra del mudo, porque sus personajes siempre son personajes muy marginales-. Pero no es por eso sino por el trabajo que él se toma con cada cosa que escribe.
Verónica
¿Y de qué manera acompañás a otras personas que escriben en ese proceso de búsqueda?
Sonia
Cuando acompaño esos procesos intento parar la oreja donde la otra persona no se escucha, como creo que otras personas, no siempre sabiéndolo, lo han hecho por mí. Me han dicho cosas que me han hecho parar la oreja donde yo no me escuchaba. Y eso te puede pasar con alguien que leés, con alguien que te hace un comentario de lo que leyó, con la poesía de otras u otros poetas, con la narrativa, con la crítica.
Leo crítica, pero me atraen mucho más los textos asociados a un intento de volcar la experiencia de los procesos de escritura de parte de alguien que se dedica a la escritura de poesía o de ficción. Esto que dice Levertov, por ejemplo: “el poema es un disco de la voz interior”, me encanta. Porque a esa imagen le armo una historieta. Empiezo a preguntarle cosas: ¿sí? ¿Y cómo grabás ese disco? ¿Y cómo sé cuál es la voz interior? ¡Si cuando una se graba y se escucha grabada la voz es tan distinta! ¿Entonces el poema qué haría, encontraría una zona de soporte para esas dos voces?
El fantasma -la cosa que he tenido que espantar- es la idea de que tenía que ser alguien para que la escritura llegara. Porque la escritura venía de mí. Cuando dejó de preocuparme ser alguien que tenía que poder decir esto o aquello, eso de tener algo para decir, me di cuenta de que en realidad la escritura siempre vino de afuera. Ese fue otro momento importante y feliz. Para mí hay una asociación directa entre la escritura del poema y la felicidad. Hasta cuando escribo cosas que están asociadas a experiencias dolorosas, como las pérdidas de las personas que queremos. Sin embargo el poema es siempre feliz, un estado raro, una amistad protectora.
Ese permiso que da la escritura es algo aprendido de otras personas y es algo que está en cada persona. Es como ir pasándose un mensajito en un lugar donde hay mucho ruido, y te pasás el mensajito por abajo. Yo recibí, creo haber recibido, ese mensajito de mucha gente. Creo haber tenido siempre y tener hoy mucha gente recordándome cosas, cosas que olvidás rápido porque la vida, el trabajo, las cosas te absorben. En dos minutos estás en un nivel de alienación supremo. Y de pronto esto lo vivo con un enorme agradecimiento.
foto: Consuelo Iturraspe
Verónica
¿Nos lees algo de ahora?
Sonia
Voy a leer estos poemas. A veces digo: no van a ningún lado. Sin embargo se van quedando. Este se llama “Especie”.
Yo te agradezco, mundo,
haberme traído aquí,
planeta, hermano dulce,
y haber dejado que te viera
lucir en tus encantos
esas joyas preciosas del día,
de la noche,
ahora que a veces siento
que me mirás en despedida,
que alzás la mano y me decís:
adiós, monita de esa especie
dichosa y despiadada
a la que me di entero,
entera tierra
de alimentar y sostener.
Muchos poemas últimamente aparecen por esta idea: la poesía no está más allá de nada, está más acá de todo. Y ese mundo, que a mí me abre los ojos, aparece. Ahí está el fin del poema, no en otro lado. El poema, para mí, no vive más allá de la materia.
Me acuerdo de ese poema de Alfonsina, “Palabras a un habitante de Marte”. El otro día me desperté y me acordaba de ese poema. Es extraordinario, ¡tiene una actualidad!
¿Será verdad que existes sobre el rojo planeta,
que, como yo, posees finas manos prehensiles,
boca para la risa, corazón de poeta,
y un alma administrada por los nervios sutiles?
Pero en tu mundo, acaso, ¿se yerguen las ciudades
como sepulcros tristes? ¿Las asoló la espada?
¿Ya todo ha sido dicho? ¿Con tu planeta añades
a la Vasta Armonía otra copa vaciada?
Si eres como un terrestre, ¿qué podría importarme
que tu señal de vida bajara a visitarme?
Busco una estirpe nueva a través de la altura.
Cuerpos hermosos, dueños del secreto celeste
de la dicha lograda. Mas si el tuyo no es éste,
si todo se repite, ¡calla, triste criatura!
¡Hablándole a los habitantes de Marte en los años 30! Ahí estaba en su entorno Quiroga -encuentro una continuidad de esa mirada-. Esa mirada que dice: “¿qué orden es este, que todo lo destruye?” Cuando era joven yo escribía sobre esto: el río, el agua, el cielo. Todo era plenitud y sentido inacabable. Y ahora digo: mirá esas hojitas. ¡Uy! esas hojitas, podrían desaparecer. Digo: ¡ay, mirá qué hermosos estos árboles! Alguien me dice: “sí, pero te dan una alergia”. ¿Entonces qué hacemos, talamos todos los árboles? Cada vez más miro los pájaros. Acá ha pasado que con la quema de los humedales ha habido una migración enorme de aves a la ciudad. Estoy en una zona con muchos árboles, en el sur de la ciudad. Está lleno de bichos acá, cuento ocho, nueve, diez especies de pájaros. Pero sé que la razón de eso no es buena. En otra época sí, porque la ciudad tenía grandes espacios arbolados, más espacios verdes, aún con el costo de lo urbano. Pero en este último tiempo, sé de dónde viene eso. Entonces es como si dijeras: gracias, porque todavía están acá. Para mí la poesía también te trae ese tipo de consciencia.
Florencia P.
Durante meses nos preguntamos “¿qué nos dice acá?”, “¿por qué hace esto?”. “fíjate el diminutivo”, “habla de la muerte”, “habla de la felicidad”. Fue muy rica esa lectura compartida. Además, en el taller hablamos de lo distinto que es leer una obra reunida.
Sonia
Me pasó eso con Amelia Biagioni. Había leído dos libros sueltos, o fotocopias. Hay una cosa extraordinaria y una variable histórica: acá en un momento se empezó a tomar la decisión de generar ese tipo de posibilidad de lectura. De poesía, además. ¿Quién iba a pensar? Creo que hubo un cambio de mirada sobre la obra de Biagioni a partir de su poesía reunida. Creo que son obras de aprendizaje. Lo que eso te deja leer es que se trata de un proceso, nada más ni nada menos. Y que es un proceso con todas sus derivas y sus cosas.
Por ejemplo agarro a Olga Orozco, una poeta que me encanta y que al mismo tiempo me abruma. Tengo esa doble relación -que no me pasa con Biagioni; Biagioni nunca me abruma-. Con Olga Orozco me quedó así: ¡cómo puede escribir esto! No puedo leer cinco poemas seguidos. Y tengo una alegría secreta, decirme: un día voy a leer ese libro. No la obra entera, sino decir: elijo este libro, quiero mirar qué hizo en este libro en particular. Esta posibilidad nos la dio el impulso de otras personas que escriben, que leyeron con pasión esas obras y dijeron: “esto hay que mirarlo con otros ojos”. Eso le ha dado a la gente que disfruta de la poesía una oportunidad extraordinaria. Tenés un tesoro ahí, en la biblioteca.
Pienso en Biagioni, en Juanele, en la obra de Diana, en la de Mirta Rosenberg. Podés volver y decir: ¡mirá lo que hizo en este libro! Como si hubiera algo ahí -otra vez- del aprendizaje. No en el sentido normativo ni disciplinatorio sino en el del hallazgo, es decir lo que a vos te va a saltar en un momento determinado de tu vida, lo que a vos te va a brillar de una manera al leer. Que no tiene que ver con que sepas nada en particular de esa obra, ni tengas que definirla sino con ir al encuentro de algo. Pienso en Storni, en una edición de Losada de su poesía completa, y en esta cosa loca de un día levantarme acordándome de ese poema. En ir, buscar el libro, sacarlo. Como no tenía que trabajar, abrí y empecé a mirar. Y esa expresión: “¡mirá!”. Después ni sé qué es ese “mirá”. Sé que está sonando algo ahí.
Tenemos que agradecer. Tuve mucha suerte de cruzarme con gente que hizo de la escritura un espacio de transmisión, de la escritura de poesía. Eso es un privilegio, me parece, es una suerte que tenemos. No sé si otras generaciones van a tener lo que tenemos, que es leer a poetas contemporáneas con esa mirada de larga duración. Ahora va a salir la poesía reunida de Susana Villalba. No he tenido la oportunidad de leer todo lo de ella, porque había libros que no se conseguían. Entonces estoy esperando que salga porque estoy segura de que voy a encontrar algo ahí. Esto empezó en un momento que para mí era un momento intenso de formación y de aprendizaje. Y resulta que cuando estaba metida en eso de lleno, tenía a mano la poesía completa de Biagioni, de Susana Thénon, de Storni, de Diana, la de Mirta Rosenberg, de Irene Gruss, de Juanele.
Hay algo extraordinario además: las zonas con las que una entra en diálogo. Leí la obra de Diana y esa zona, para mí, está en La edad dorada y en Variaciones de la luz. Me acuerdo de escuchar a la gente hablar de los poemas largos de Juanele, y que decían “el Gualeguay”, “el poema río” y tal cosa y tal otra. Y cuando tuve en mis manos su obra, mis poemas eran unos más cortos, con otro tipo de trabajo en el lenguaje. Tengo mi Juanele, eso es lo que me parece un privilegio, porque esa obra entera está disponible.
El otro día fui a una librería y había una edición de la poesía reunida de Padeletti, que sacó Adriana Hidalgo. Yo tenía otras ediciones. La llevé igualmente porque sé que en algún momento me voy a sentar y voy a encontrar algo ahí. Insisto: viene de afuera hacia adentro el proceso. Cuando tenés toda esa riqueza alrededor es un camino bastante allanado.
El trabajo propio es más bien sacar la maleza. Pero hay una cosa común en nuestra literatura, en nuestra poesía. Hay una cosa común, maravillosa. Con que te toque meter un poema ahí, ya está. Es increíble todo lo que suena en la poesía argentina. Y en gran parte de mujeres. El otro día me comentaba alguien de una editorial: “estábamos pensando en hacer una antología de poesía de tal cosa, y nos dimos cuenta de que son prácticamente todas mujeres las que elegimos”. Me parece interesante eso. Vengo de una época en la que te decían que había una literatura femenina. O te decían: “qué bueno, no se nota que sos mujer cuando escribís”. Parece increíble pero no es un recuerdo tan lejano. Ahí también hay una política de la escritura. Está bueno tener conciencia de que hay un privilegio ahí. Y relajarse, entonces. No estar imponiéndote tanta cosa.
Ana
Mientras íbamos leyéndote íbamos encontrando un arte de ir despojándose. Nos preguntamos si habrás abrazado el zen o algo así en algún momento.
Sonia
Leo textos budistas y taoístas pero como una aficionada únicamente. Creo que porque eso, lo del despojamiento, me atrae. Para mí es clave despojarse en la escritura. No tiene que ver con que adoptes una forma llana solamente: puede haber un gran despojamiento a través de una gran elaboración también. Lo veo en muchas poéticas que admiro: hay elaboraciones tremendas que en un punto son un gran arrojo. En mi caso creo que se traduce en un lenguaje que se va volviendo cada vez más concentrado: son estas palabras y chau. Pero ese despojamiento es un ejercicio que se puede hacer desde muchos lugares. Leo mucho material asociado con estas filosofías orientales, me atraen mucho. No soy una lectora metódica.
Ahora estoy leyendo a Ribeyro, que me encanta. A Piglia, otro que me encanta. Estuve leyendo mucho a Gorostiza, a Blanca Varela, otra poeta que me gusta muchísimo, que es impenetrable para mí: vuelvo, vuelvo, y siempre de ahí me traigo algo. Leo mucho a la vez. Por ejemplo, estoy leyendo a Silvina Ocampo, una narradora que adoro, uno de mis grandes amores. Leo mucho a Felisberto Hernández. Me gusta mucho la narrativa que tiene ese componente alucinógeno -digo yo-, que es tan fácil de asociar con la poesía. Y leo mucha poesía, todo el tiempo. Pero así: un día leo a César Vallejo y de pronto me regalan un libro de alguien que está escribiendo, que acaba de publicar, y lo abro: ¡mirá esto!, me digo. Esa es la forma que tengo de leer, es una forma más bien errática.
Y tengo mis cuatro novelas de cabecera, escritas en nuestro país: Zama, Eisejuaz, El río de las congojas y El entenado. Para mí son poemas. Me reencuentro con la poesía cuando leo narrativa. Leo mucha narrativa y mucha poesía, las dos cosas. Y el ensayo me gusta mucho, no como gran disquisición sino el intento pequeño de agarrar una cosita. Me gustan los textos que tratan de pescar algo del orden de la experiencia. Leo todo el tiempo por el trabajo también. Leo como escribo: no me impongo nada. Hoy abro acá y otro día abro otro lado. Por eso hice esa aclaración cuando dijeron “es docente”. No, porque alguien que es docente hace una tarea ahí. Sistematiza algo, produce. Hay un trabajo de otra índole, que yo no hago. Yo converso. Y ya está. Nada más.
***
María Inés Brizuela, Violeta Canggianelli, Agustina Vera, Florencia Ballabeni, Josefina Arcioni, Ana Penchas, Luciana Rabinovich, Florencia Portella, Zezi González, Candela Cabrera: gracias por lo que supimos construir cada martes en el taller. Especialmente por haber dicho que sí cuando les propuse leer a Sonia y conversar con ella. Gracias Lu por el primer envión del texto.
Angie Cornejo: gracias por leer la primera versión con amor y por la magia en la edición de los audios. Consuelo Iturraspe y Natalia Romero: gracias por nuestro viaje a Rosario.
Sonia y Jandry: por la hospitalidad, los mates y el asado ¡gracias!
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